Nada mejor para saber más de un país o una región que hablar cara a cara y conocer las historias e anécdotas de personas que hayan vivido en carne propia y hayan visto con sus ojos lo que sucede. Por eso, nos dimos el gusto de charlar con Ana Laura Ciccone, una joven de 31 años nacida en Rosario y que vivió en Palestina.
Ana Laura es profesora de Historia «y también bailaba y daba clases de dabke en mi segunda casa, la Sociedad Libanesa de Rosario».
¿Cómo llegaste a vivir en Palestina y por qué te fuiste de Argentina?
«Mi marido es palestino. Lamentablemente, el Consulado Argentino en Tel Aviv le negó la visa para viajar a Argentina a finales de 2016 y juntos tomamos la decisión de que yo viaje a Ramala.»
¿A qué te dedicabas allá?
«Al principio no trabajaba, trataba de aprender un poco más de idioma árabe y solucionar los problemas con la Embajada Argentina. Finalmente, desistimos del trámite y me terminé encantando con ese país hermoso. Después de dos meses conseguí trabajo en una escuela para niños. Al principio como maestra en la guardería y luego di algunas clases de español. Los meses que trabajé en la escuela me ayudaron mucho para aprender un poco mejor el idioma y también a conocer un poco más la cultura y a la gente que vive en Palestina. Es algo que voy a guardar en mi corazón y en mi memoria toda la vida.»
En cuanto a sus vivencias, Ana Laura asegura que «hay muchas». «En principio, la ocupación es algo que está muy presente en la vida cotidiana. Por ejemplo, las carreteras llenas de muros de concreto, militares y checkpoints a cada paso. En lo que son zonas israeíes o colonias ilegales en territorio palestino, ves muchos espacios abiertos con plantaciones y esas cosas más separadas de las zonas de vivienda. En cambio, en Ramala o en ciudades o aldeas palestinas, todo parece estar reducido o apretado, principalmente porque a medida que les van ocupando territorio se quedan sin espacio».
«Después, como vivencia cotidiana, yo que vivía cerca de una mezquita, me acostumbré a escuchar los llamados para rezar. Era como una cosa que terminaba marcando tu reloj interno. A mí me encantaba escucharlo y ahora que estoy en España lo extrano mucho. Sin embargo, yo que me imaginaba que solo iba a cruzarme con musulmanes en Palestina, me encontré con que también hay muchos cristianos y que la convivencia entre las religiones se da de una forma muy natural. Incluso, en la escuela en la que yo trabajaba había chicos y profesores musulmanes, cristianos y muchos extranjeros (coreanos, estadounidenses y hasta una nena panameña que hablaba tres idiomas… y también estaba yo, ja). En ese sentido, me pasó algo muy parecido a cuando conocí el Líbano: los árabes son muy hospitalarios y curiosos con la gente que viene de otras culturas, son súper amables. Creo que lo que más me gustó de estar en Palestina es que aún viviendo solos mi marido y yo (la familia de él está en Gaza, no en Ramala), en ningún momento sentí que estábamos solos, porque la gente es muy atenta. Por ejemplo, en el edificio donde vivíamos y mi esposo trabajaba siempre recibíamos algún llamado para ver cómo estábamos, o alguna vecina nos mandaba alguna cosita para comer o recibíamos algún postre, o mis compañeras de la escuela me invitaban a comer a su casa.»
¿Qué es lo que más te llamó la atención?
«En primer lugar, que es una sociedad muy variada, cosmopolita, al menos en Ramala. Hay muchos extranjeros viviendo allá y hay muchas personas que tienen doble nacionalidad (palestina y estadounidense) que van y vienen entre los dos países y hablan los dos idiomas. Las familias que pueden hacerlo priorizan mucho que sus hijos estudien y, en lo posible, viajen. Además, les importa que hablen idiomas, que conozcan acerca del mundo. A mí me resultó muy fácil integrarme. Al principio tenía miedo que nadie me hablara o que mi cultura fuera un impedimento, pero en realidad fue todo lo contrario. Esa diversidad siempre me abrió puertas. Obviamente, tenés que respetar ciertas cosas para encajar, pero muchas menos de las que yo me imaginaba.
Otra cosa que me llamó la atención fue la diversidad de mujeres. Yo iba con una idea muy uniforme de cómo sería el rol de las mujeres y, sin embargo, me encontré con situaciones de todo tipo. Si bien en varios aspectos tienen un papel social más pasivo, especialmente en las zonas más tradicionales, en Ramala y en algunas ciudades me encontré con mujeres muy activas y muy interesantes, con mucha personalidad, que trabajaban, que estudian, que arman su propio negocio y que hablan varios idiomas, tanto musulmanas como cristianas. Como ejemplo de mujeres increíbles que conocí podría nombrar a las directoras y a mis compañeras de la escuela.»
¿Cómo es la vida diaria en Palestina?
«Es raro de explicar. Por un lado, cuando no te cruzás con alguna cosa que tenga relación con la ocupación, tienen un ritmo de vida más tranquilo de lo que nosotros estamos acostumbrados. Le prestan mucha atención a la vida dentro de casa, a la comida que comen, a la familia. Algo que me gustaba mucho ver en la escuela era que los chicos llevaban muchas verduras y frutas para el desayuno y el almuerzo, mucha comida casera, y la comían con mucha naturalidad. Ahí se nota mucho la educación en casa, en ese sentido. Por otro lado, la confianza y la seguridad con los extraños es algo que, como argentina, me sorprendía a cada momento. Por ejemplo, tanto en Ramala como en Jerusalén, me pasó de preguntar alguna dirección en la calle o en algún edificio público y varias mujeres o familias me ofrecían llevarme en auto (tanto palestinas como israelíes). A mí al principio me daba miedo, pero después entendí que ellos no se manejan con la desconfianza típica que tenemos nosotros.
Asimismo, en otro plano en general la gente es muy reservada con la privacidad de sus casas, algo muy diferente de Argentina, por ejemplo. En Argentina te la pasás yendo a visitar amigos y somos muy confianzudos, pero en Palestina tenés que ser alguien muy cercano para que te inviten a una casa o para invitar a alguien a tu casa, y tienen determinados espacios para los invitados. Incluso, en los lugares o familias más tradicionales tienen salones especiales para que estén las mujeres cuando hay hombres de visita. Aunque cuando sos huésped, en una casa te miman un montón desde la atención, la comida, todo.
También me llamaba la atención que la gente, en especial las mujeres, hablaban muy despacio cuando estaban en la vía pública. Por ejemplo, para bajar del colectivo yo me desesperaba porque nunca escuchaba bien lo que me decían y porque cuando yo hablaba en mi tono normal mi marido decía que hablaba muy fuerte. Por último, es una sociedad en la que en general los hombres y las mujeres están casi siempre separados, salvo en determinados espacios como el trabajo. En algunas escuelas los hombres socializan con hombres y las mujeres con mujeres. La parte linda de eso, al menos en mi experiencia, es que se genera una relación como de hermandad entre las mujeres, de mucha complicidad y de mucha intimidad, más allá de la religión o de donde fueras. Eso me gustaba mucho.
Ahora, cuando tenés que hacer algo que involucra las dos administraciones (palestina e israelí), por ejemplo viajar de una ciudad a otra y en el medio tenés algún control militar o tenés que pasar por alguna zona ocupada por Israel, tenés que tener mucha paciencia porque te puede consumir horas. Además, es recomendable permanecer con calma porque podés presenciar situaciones feas o injustas, y reaccionar mal en ese contexto puede ser peligroso.»
¿Cómo vivís la relación entre Israel y Palestina?
«En mi caso, al ser extranjera podía observar las cosas desde una perspectiva más alejada, pero me cuesta ser objetiva en este aspecto. Tanto Palestina como Israel cuidan mucho a los extranjeros, en especial a los turistas, pero pesa mucho cuál es tu destino principal. Por ejemplo, yo pasé un mal trago una vez que viajé desde Tel Aviv a Europa, porque les dije que había estado unos meses en Ramala: me hicieron pasar a una zona que estaba llena de extranjeros en mi situación (la mayoría europeos), me tuvieron una hora y media haciéndome preguntas, me desarmaron todos los bolsos y me sacaron un par de zapatillas y un cargador porque decían que no podía subir al avión con eso. Y yo, obviamente, no tenía nada incorrecto, todo en regla, pero ellos tenían ese tipo de políticas de seguridad.
En otras ocasiones, las veces que quise ir a Jerusalén tuve que pasar por el checkpoint de Kalandia, que es el que usan todos los palestinos que trabajan o quieren hacer compras o rezar en Jerusalén. Tambien los enfermos que tienen que ir a algún hospital en Israel. El lugar es terrible, todo de metal, lleno de alambres de púas, soldados con armas gigantes, altavoces y carteles intimidatorios. La primera vez, unos soldados israelíes me vieron la cara y la apariencia de turista y solo con mi pasaporte me hicieron pasar por una puerta especial sin tener que esperar, pero todas las otras veces tuve que hacer la cola que hacen los palestinos que quieren circular y tuve que esperar mucho tiempo. En algunos casos fueron horas, porque dejan pasar de a tres o cuatro personas por unas puertas giratorias. En las colas, lo que más ves son familias y personas adultas, porque son a los únicos a los que les dan permiso para ir a Jerusalén. Pero aún a ellos a veces no los dejan pasar aunque estén dos horas esperando. Una vez me tocó ver a una mujer grande a la que le hicieron sacar hasta los zapatos para pasar el detector de metales, iba con un permiso para ir al hospital y no la dejaron pasar. Y ella se dio vuelta y se volvió y nadie pudo hacer nada. Ahí me acuerdo que pensé qué paciencia tiene ese pueblo para tolerar esas cosas, que si eso hubiera pasado en Argentina hubieran hecho un piquete y tirado abajo las puertas. Claro que los soldados del otro lado eran algo intimidantes.»
¿Cómo es el sentimiento de los palestinos en relación a lo que se vive?
«Va oscilando… la mayoría del tiempo lo viven como una costumbre, algo que saben que está ahí. Incluso, el hecho de tener determinado tipo de ID (documento de identidad) y que según dónde naciste o dónde vivís condiciona los lugares por los que te podés mover. Por ejemplo, mi marido tenia ID de refugiado nacido en Gaza y solo por eso no podía salir de ahí. Con un permiso especial pudo ir a Ramala por un día y luego decidió quedarse para que yo pueda viajar a estar con él. Pero si un soldado israelí llegaba a pedirle su carnet y veía su status lo llevaban y lo enviaban de vuelta a Gaza. Es por eso que él y yo nunca pudimos ir juntos a recorrer Palestina. Lo que pude viajar siempre lo hice sola, ya que hasta en la salida de Ramala, que supuestamente está bajo control de la autoridad palestina, había controles israelíes.
También conocí personas que habían nacido en Jerusalén oriental o en algunas zonas ocupadas después de 1967, que no tienen un estatus legal mundialmente reconocido sino que son zonas ocupadas y que, por ejemplo, no podían acceder a tener un pasaporte palestino o un pasaporte israelí sino que cuentan con un «pasaporte temporario jordano». Pero de temporario solo figura el nombre, porque lo tenían desde que habían nacido. Imaginá lo que es hacer un trámite internacional en esas condiciones.
Sin embargo, lo que ves en la cotidianeidad no es un sentimiento de odio o de rencor, sino que lo llevan más para el lado de reafirmar la identidad de lo palestino: ves banderas palestinas por todos lados, kufiyas, personas que usan ropa típica en la vida diaria, en las escuelas se enseña mucho acerca de la memoria y el folklore tradicional palestino y de la historia y la geografía previas a la ocupación. Son muy amantes de su identidad y la forma de enfrentar la situación que viven es conservarla, no permitir que se pierda. Además, creo que tienen una conciencia muy grande de la imagen que tiene este conflicto a nivel mundial, entonces saben que darle entidad y presencia a los símbolos de su patrimonio tiene más fuerza que a lo mejor algo violento. Y lo otro es que hay mucha conciencia de nacionalidad y de hermandad. Por ejemplo, unas semanas antes del Ramadan hubo una huelga de hambre de los presos políticos palestinos en Israel y, literalmente, toda Palestina se manifestó y acompañó cada uno desde su lugar. Fue una cosa mayoritariamente pacífica, hubo sentadas y manifestaciones artísticas en Palestina y en otros países para que los presos pudieran acceder a cosas básicas como ver a sus familias o tener atención médica.
El tema, por lo general, cambia cuando pasa algo concreto que dispara un enojo masivo o muy grande. Por ejemplo, cuando le disparan a alguien desarmado en un control militar o cuando hay un uso desproporcionado de la fuerza ante un palestino que comete un delito menor y lo matan, cuando llevan a algún chiquito preso o cuando dañan algún símbolo muy importante como la Explanada de Mezquitas en Jerusalén. En esos casos concretos es como si una chispa chiquitita empezara un incendio en un pastizal de hierba seca, porque toda esa bronca contenida termina por estallar y se puede poner peligroso en algunas zonas, porque hay enfrentamientos. Ahí depende mucho de cómo se va desarrollando todo, para saber cuánto dura cada conflicto y cuán violento se pone. Por ejemplo, en la misma semana que mi marido y yo nos fuimos de Palestina, Israel había puesto detectores de metal y restricciones nuevas en la entrada de la Mezquita de Jerusalén y muchos musulmanes no podían entrar a rezar, o no querían, porque lo consideraban una ofensa no solo para ellos sino al sitio sagrado que representa para el Islam. Se armaron protestas pacíficas, incluso rezos masivos en las calles de Jerusalén donde también se veían palestinos cristianos rezando con los musulmanes. Asimismo, hubo enfrentamientos armados y una represión muy grande, al punto que Israel y la Autoridad Palestina llegaron a cancelar todos los permisos de circulación y el diálogo que usualmente mantienen. El miedo ante esas cosas es que se pueda desatar un conflicto que trascienda el hecho concreto y se extienda en el tiempo y en todo el territorio.»
¿Qué cosas buenas y malas tiene vivir allá?
«Entre las cosas buenas, lo que más me queda en el corazón es la gente que tuve la oportunidad de conocer. La amabilidad, la simpatía, la hospitalidad y el sentido del humor aún en situaciones muy difíciles. Y también la posibilidad de conocer una cultura totalmente diferente a la mía y, sin embargo, haberme podido integrar y sentirme parte. Creo que es destacable que una sociedad pueda recibir así a una persona extranjera. Otra cosa hermosa es haber podido ver de cerca el dabke y el folklore palestino, una música y una danza que yo amo. Como ya me había pasado en el Líbano, la posibilidad de haberlo vivido de cerca fue increíble. Y una de las cosas que más disfruté fue la comida: desde el momento de ir al souq (el mercado) a hacer las compras, donde estaban los puestos de frutas y verduras recién traídas, los olores de las especias y el café, la gente socializando, hasta obviamente el momento de comer y probar sabores nuevos y riquísimos.
Entre las cosas malas o no tan buenas pondría todo lo que son los trámites burocráticos, en especial cuando involucran las dos administraciones. No solo por lo conflictivo sino también por lo engorroso que podía volverse cualquier cosa simple. Cuando quise tramitar mi residencia en Ramala, aún estando casada con un palestino, no querían dármela porque mi marido tenia ID de Gaza y no nos autorizaba Palestina ni Israel… presentamos hasta un contrato de trabajo para mí y no tuvimos una respuesta.»
¿Un último mensaje que quieras dar a quienes te leen?
«Yo diría que la posibilidad de viajar y conocer una cultura diferente, sea del país que fuere, es algo que te abre la cabeza y que te enriquece de mil maneras, que te saca de tu zona de confort y de todo lo que considerabas como algo preestablecido. Te deja muchos aprendizajes y te hace crecer como persona. Y que cuando no podés viajar, por el motivo que sea, siempre es bueno aprender y conocer por fuera de los canales típicos o masivos para poder construir una visión del mundo que sea tuya: leer literatura, escuchar música, probar la gastronomía, hablar con gente, buscar medios de comunicación de esos países para conocer su propia visión.
En relacion a Palestina, pero que podría extender a toda la región, podría decir que lo que nos llega como espectadores extranjeros en Argentina no es ni una milésima parte de la realidad cotidiana, y que hay muchísima más belleza y amor en esa tierra que el odio y la violencia que cotidianamente nos hacen ver los medios de comunicación. Es una tierra llena de historia y, si bien es un territorio muy pequeño, hay una infinidad de paisajes naturales y patrimonio cultural que se pueden conocer, sabores para probar, música para escuchar, libros para leer y, obviamente, mucha gente de buen corazón que serán los guías en un viaje hermoso.»