El irlandés de Scorsese

A los 77 años, Martin Scorsese demuestra que es el director más joven en actividad. Vale recordar el comienzo de «El Lobo de Wall Street» en el que Leonardo Di Caprio esnifaba cocaína del ano de una mujer. En ese espíritu de realizador despegado de los cánones morales, éticos y cinematográficos (especialmente) es que se motoriza la prolongación de su obra que no tiene un sendero marcado de antemano, más bien se puede decir que los caminos posibles que puede transitar son numerosos.

La perseverancia por concretar los proyectos también pertenecen a esta juventud bien entendida por Scorsese. «El Irlandés» es uno de sus largos anhelos concretados, más de 25 años pasaron desde que él y Robert De Niro posaron su interés en el libro «I Heard you Paint Houses: Frank ‘The Irishman’ Sheeran and the Closing the Case on Jimmy Hoffa», un best seller destinado a convertirse en material fuente para un guión cinematográfico. Sin suerte en el sistema de estudios de Hollywood, el magnánimo proyecto fue tomado por Ted Sarandos, el CEO de Netflix, quien prácticamente otorgó un cheque en blanco para la realización integral de semejante película.

Frank Sheeran (Robert De Niro) es el irlandés del título, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que de regreso a casa se desempeña como camionero. De manera casual o, mejor dicho accidental, conoce a Russel Bufalino (Joe Pesci), un peso pesado de la mafia italiana de la Coste Este. La relación entre ambos comienza por un interés en un contrabando casi naif pero lo que comienza a materializarse es, en realidad, un vínculo de mentor y protegido. Sheeran se convierte así en un sicario de la mafia italiana, si bien su techo dentro de la organización es limitado (por no ser italiano) alcanza un punto cumbre cuando conoce a Jimmy Hoffa (Al Pacino) para convertirse en su mano derecha, confidente y hasta el único ser humano en el que puede confiar. Un personaje ahora cuasi pop pero que fue uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos, al manejar el sindicato de camioneros pero, también, por su conexión con la mafia italiana a la que financió durante un largo tiempo.

No hay dudas de que este relato es similar a «Buenos Muchachos» y a «Casino», pero «El Irlandés» es una instancia nueva dentro de este universo propio y original de Martin Scorsese. Aquí hay una multiplicidad de flashbacks, casi como matrioshkas narrativas, que comienzan con un Frank Sheeran que nos introduce en esta gigante historia bajo ese celofán que solo Scorsese puede usar correctamente (quizá Mariano Llinas también) que es la voz en off, ese recurso maldito que todos los docentes de guión prohíben (y bien) a los alumnos más entusiastas. Tal voz en off del protagonista se transforma, a los pocos instantes, en una voz en on y es así que el cuento se tiñe de una subjetividad propia de los relatos que, a pesar de tener un verosímil tallado, se despojan de la veracidad, es decir que importa muy poco si lo que veremos a continuación sucedió de la manera en la que se presentan las situaciones o si, de hecho, sucedió realmente del todo.

Asimismo, el correlato histórico aporta una dimensión dramática que, en cierta forma, valida la narración principal al presentarnos el incidente de Bahía de Cochinos, el asesinato de Kennedy y las apariciones de Nixon y Castro como seres invisibles pero fundamentales para el curso de un Sheeran que, a pesar de ser un actor secundario en este periodo de los Estados Unidos es, en la película, el que lleva adelante el relato desde su punto de vista.

Si en «Buenos Muchachos» la historia de Henry Hill comienza desde su niñez para narrar su relación estrecha con la mafia, de hecho los gángsters paraban frente a su casa, en «El Irlandés» entramos a la vida de Frank Sheeran en su adultez, incluso su inicio en la organización es casi de casualidad. Scorsese en la primera hora y media incluye muchos de los elementos retóricos que pertenecen a la estrategia utilizada en «Buenos Muchachos», por supuesto están los planos secuencias milimétricos (aunque aquí no son descriptivos como la famosa escena del restaurante) y la mencionada voz en off pero, especialmente, está el humor que se oculta como el sol hacia una segunda hora más reposada en la relación de Sheeran y Hoffa, y en el entretejido político del sindicato de camioneros. La mafia italiana está presente en ausencia, tras las sombras. Este es el punto álgido del protagonista.

En términos formales, las idas y venidas de la narración entre el largo viaje de Sheeran y Bufalino (del que se desprende el flashback más extenso) lo que hacen es ilustrar esos contrapuntos en la vida de este obrero, cuando Scorsese lo muestra detrás de un escritorio dirigiendo una secretaría del sindicato, el contraplano dramático es él de rodillas cambiando un neumático en el medio de la ruta, en la mitad de este viaje con Bufalino. Los contrastes de los personajes se fortalecen con estos juegos y saltos temporales, de un montaje interno que solo Thelma Schoonmaker puede moldear. Un caso extraño el de esta montajista que, a excepción de un par de películas, solo edita para Martin Scorsese.

En continuidad con las diferencias de sus películas anteriores sobre la mafia, los registros de Robert De Niro y de Joe Pesci no pueden estar más en las antípodas de sus personajes más histriónicos, catárticos y, hasta si se quiere, caricaturescos. Aquí el carácter reflexivo que inunda la segunda mitad, en especial, parte de sus rostros sutiles a partir de miradas, silencios y las palabras justas. En el caso de De Niro su Frank Sheeran no es el Sam Rothstein de «Casino» sino todo lo contrario, porque tartamudea y habla bajo, su voz se apaga proporcionalmente a un cuerpo que se marchita en el transcurso de su devenir hasta ese geriátrico en el que su silencio se transforma en ensordecedor. De la misma manera, Pesci se despoja del traje del «fuck» como así también de Nicky Santoro, el psicópata de «Casino». Su Russ Bufalino es amable con una preocupación genuina por Frank, su protegido al que quiere como a un hijo. La familia, en una idea muy particular de lo que es para estos seres, resulta ser lo más importante de esta película. Mucho se dijo sobre las pocas palabras que Anna Paquin pronuncia en cámara pero poco se discutió sobre el sentido dramático de su personaje Peggy, de la intensidad de sus miradas que poseen una sustancia poderosa para Frank, su padre, que se incrementa hasta alcanzar un carácter reflexivo en ese ida y vuelta entre ambos en el final triste que tiene su padre biológico. La escena del funeral, en la que ambos se hablan con un par de miradas no es más que una reflexión sobre la propia película, sobre la propia historia como si fueran los únicos testigos y sobrevivientes. El punto de vista de Peggy nace con unas salpicaduras de una lata de pintura y termina con todo su contenido desparramado sobre el lienzo de la narración.

Scorsese guarda lo mejor para el final, su reflexión sobre el paso del tiempo y el carácter testamentario que puede tener una película, y también muchos de sus componentes como los son De Niro, Pacino y Pesci en términos tangibles de una historia viviente de este arte. Pacino es la contracara de los otros dos y es, al mismo tiempo, el balance perfecto de los contrapuntos, incluso si pensamos en términos de los intereses que representan cada uno. La escena de la premiación a Frank grafica esta disputa entre un Jimmy Hoffa que no sigue las reglas (ni las escritas ni las tácitas), un Bufalino que busca hacerlo entrar en razón y en el medio de ambos el apesadumbrado Frank, que amaba a ambos por… ¿igual?

El mazazo de las escenas finales en la cárcel y en el geriátrico cumple una función metadiscursiva, como si todos los personajes de «Buenos Muchachos» y «Casino» se sentaran a reflexionar sobre sus actos, sus errores y sus vidas en general. La supervivencia hasta el final no es necesariamente un logro o un final feliz. El recuerdo que se pierde y no pervive en las nuevas generaciones es otra de las preocupaciones de Scorsese, en como toda una vida puede ser efímera. La narración en off de Frank, que nos cuenta un cuentito como si fuera nuestro abuelo, tiene su espejo roto en un final devastador; todo se revierte. El plano secuencia que nos metía en el geriátrico ahora nos saca del lugar y nos ahoga en un silencio que apaga la voz de Frank. Es como si Scorsese le diera a las nuevas generaciones una última oportunidad para construir nuevas historias pero en serio.