Sobre nuestra esencia mestiza

Casi todos los pueblos del mundo actual son producto del encuentro de etnias con diversas culturas y cosmovisiones. Esto es de particular notoriedad en América Latina, ya que porta en sus genes elementos diversos resultado de un particular cruzamiento histórico, pero también de un constante e inacabado fluir de inmigraciones.
El desarrollo de esta población nueva en América ocurre en un clima de gran violencia y ante el inminente ocaso de las culturas nativas bajo la opresión de la cultura hegemónica occidental (y cristiana). Desde fines del Siglo XV y principios del XVI, la integración étnica y cultural de las corrientes poblacionales europeas, africanas y autóctonas ha sido (y continúa siendo) un proceso problemático.
Ya en esos tiempos de conquista, entre la población europea  y europeizada no faltaban expresiones etnocentristas y de rechazo a la cultura «no occidental», y esta valoración peyorativa estará siempre presente en la historia de Latinoamérica. Como contracara, desde un principio y para siempre las etnias precolombinas y las posteriores mestizas resistieron silenciosas e incansables los sucesivos intentos de aculturación.

Imposición de una estructura ajena

Surgen en este contexto estructuras sociales de poder piramidal, en cuya cúspide se ubica la burguesía (una minoría de blancos conquistadores y algunos mestizos «blanqueados») y mucho más abajo, en la base, la numerosa población de indios, mestizos, mulatos y zambos. Así los burgueses occidentales construyeron, excusados por la «pax britannica», un sistema de instituciones públicas y privadas (las que aún hoy siguen usufructuando) desde donde quisieron y siguen queriendo imponer sus cosmovisiones.
Pese a todo, aquel drama histórico que fue la colonización se convirtió en nuestra condición de existencia. Es tragedia y al mismo tiempo esperanza: es esa mezcla que somos y que reivindicamos orgullosos (nuestra americanidad), que resulta a su vez producto del encuentro violento de al menos tres grupos humanos con tres culturas diferentes: los originarios de América, los europeos y los africanos. El mestizaje es nuestra forma originaria de «ser». Hoy más del 80% de los latinoamericanos somos mestizos, y precisamente por esta particularidad de no compartir un único carácter biológico ni una única matriz tradicional, constituimos una gran comunidad al entrelazarnos con las diferencias. Esta diversidad es la que nos hermana en defensa de las culturas amenazadas de homogeneización y masificación. Por esta diversidad es que seguimos luchando por otorgarnos la libertad y nuestra propia cosmovisión: no europea, ni ya tampoco aborigen.

La revisión de viejas concepciones

La realidad del mestizaje, la multiculturalidad y multietnicidad de la comunidad latinoamericana, y sobretodo la importancia y necesidad de resemantización de los valores culturales mestizos, son cuestiones prioritarias entre muchos teóricos e intelectuales que revisan la historia de marginalidad y rechazo al latinoamericanismo, el temor reverencial al poder hegemónico eurocentrista y la infame creencia de que no puede haber desarrollo sin occidentalismo.
A modo de ejercicio personal bastaría con replantearnos qué clase de América queremos. ¿Occidental, extraña, ajena? ¿O nos vale más la mezcla, el mestizaje que nos dio la vida? No podemos escapar a nuestra realidad intercultural, así como tampoco al deber de revalorizar esa parte que ha sido tildada de «no occidental», engañándonos en la creencia de que su polo opuesto es el ideal que soñamos. No puede haber mayor ideal que buscarnos y encontrarnos en esta diversidad donde ninguna cultura reemplaza a la otra y donde las dos se permean constante y mutuamente. Y esto solo será posible cuando dejemos a un lado la intolerancia, el desconocimiento y el miedo.
“(…) Los indios son tontos, vagos, borrachos. Pero el sistema que los desprecia, desprecia lo que ignora, porque ignora lo que teme. Tras la máscara de desprecio, asoma el pánico: estas voces antiguas, porfiadamente vivas, ¿qué dicen? ¿Qué dicen cuando hablan? ¿Qué dicen cuando callan?» (Eduardo Galeano en «El Libro de los abrazos»).