En 2024, Blatt & Ríos publicó «El cuerpo de Viviana», el segundo libro de la escritora Grimanesa Lázaro. Hace cuatro años había irrumpido con «Niña y Basurero», y ahora regresa con tres relatos que sacuden lo cotidiano: los cuerpos que se enferman, los silencios que pesan, las familias que se fracturan. Su escritura se forja en la profesión médica, en el norte argentino, pero también en la escucha: lo que no se dice, lo que duele, lo que permanece.
Grimanesa Lázaro nació en Tartagal (1991), Salta, aunque su formación y parte de su vida transcurrieron en Tucumán. Es médica neuróloga, lo que no es dato menor: su sensibilidad hacia los cuerpos -su fragilidad, su dolor, su pulsión vital- atraviesa sus cuentos. La escritura de Lázaro ya en «Niña y Basurero» mostraba esa ambición de narrar lo periférico, lo cotidiano roto, la infancia, la marginalidad figurada no como espectáculo sino como paisaje íntimo. En «El cuerpo de Viviana» los cuerpos enferman, sí, pero también exigen conciencia; la urgencia narrativa se nutre de lo vivido, de lo observado, pero también de lo oculto.
El libro reúne tres relatos: «El cuerpo de Viviana», «Camión» y «Bermejo». Cada uno aborda una forma distinta de crisis: la traición del cuerpo propio, el peso de la herencia, la huida del origen. En «El cuerpo de Viviana», Viviana sobrevive a un intento de suicidio, pero lo que permanece es ese «resto» que ya no es del todo ella: un cuerpo que fue dañado, un vínculo que se cuida, una espera entre humillaciones, hospitales y cuidadores. Benito, su marido taxista, se convierte en narrador y cuidador, atrapado en la imposibilidad de comprender, pero obligado a persistir. La trama no busca dar respuestas sino reconstruir silencios: entre lo dicho y lo que no, entre la mirada médica y el latido humano.
En «Camión», un joven narrador entra en la ruta por imposición familiar: el padre ya transitaba esos kilómetros, ya vivía esa soledad de cargar un peso que no solo es físico sino simbólico. Hay en este relato una herencia que no pide permiso: los caminos, los neumáticos, la ruta como espacio de abandono y resistencia. La soledad, el trabajo inclemente, la responsabilidad, los intentos de hacer algo propio que roza la ilusión. Pero también hay ternura inesperada: encuentros, visiones ligeras, una hija con discapacidad que llega a alimentar la pregunta de dónde terminan nuestros destinos y qué decidimos hacer con él, de la manera más cruel y egoísta, hasta romántica e irreal.
«Bermejo», el relato que cierra el volumen, combina dolor y huida. Un accidente obliga a dos hermanos a movilizarse: no solo geográficamente, camino hacia la frontera sino, emocionalmente, atravesando la culpa, el abandono, la certeza de que algunas heridas no cicatrizan. Es un relato sobre sostenerse entre hermanos, sobre el vínculo que salva, aunque no cure, que acompaña, aunque no abrace.
Lo que une los tres relatos no es solo el escenario provincial, la ruta, el hospital o la frontera. Es la forma de mirar: cuerpos que ya no pueden ignorar el desgaste, silencios que pesan más que las palabras, afectos que se desdibujan pero que persisten. Los personajes no buscan heroísmo: buscan dignidad, buscan comprensión, buscan ser vistos. La voz de Lázaro no condena sino acompaña, no juzga sino reconstruye. En su prosa hay ternura áspera, dureza cuidadosa, una ética de lo cercano.
Un rasgo importante es cómo maneja lo impredecible: toma decisiones narrativas que interrumpen, dejan espacio al lector para sentir esa inclinación súbita de lo cotidiano hacia lo extraordinario -un disparo, un accidente, una internación-, momentos que hacen temblar la base del mundo conocido. No es el dramatismo facilista: es la tensión con lo real, con lo inesperado, con lo que siempre estuvo allí, pero lo ignorábamos hasta que se descompone.
El libro advierte también sobre el cuerpo que sufre, no solo por enfermedad física sino por la incomprensión familiar, por la soledad del que cuida, por las expectativas calladas que cuelgan sobre cada día. Grimanesa introduce la humanidad médica no como tecnicismo sino como experiencia vivida: sabe lo que es esperar en terapia, saber que un cuerpo puede cambiar de forma en un ojo, una voz, una postura, en la manera de responder. Esa mirada médica no estorba: potencia lo humano, lo hace más lento, más urgente, más real.
En una Argentina donde la literatura latino-centrada a veces invisibiliza el norte, la frontera, la periferia urbana o rural, Lázaro ubica sus historias allí donde otros no miraban. En los recorridos de rutas, en lo doméstico que se quiebra, en lo que sobrevive. Hay un gesto de reivindicación regional: no como exotismo sino como presencia. Eso enriquece: porque el lector que vive fuera de esas geografías se encuentra con algo real y ajeno, y el que vive allí ve su lugar narrado con verdad.
El desenlace de cada cuento no cierra con certeza, pero deja al lector con algo que no se resuelve: el efecto persistente de la pregunta. ¿Cómo vivir cuando lo familiar duele, pero también es lo que más nos ata? ¿Cómo seguir cuando el cuerpo amado ya no responde?
«El cuerpo de Viviana» es un libro que obliga la lectura lenta, que requiere estar dispuesto al vértigo de lo absoluto menor: el silencio, la espera, el dolor pequeño que inaugura grietas. Grimanesa Lázaro no escribió literatura de denuncia: escribió literatura de lo íntimo roto, de lo que no se dice, de lo que tarda en cicatrizar. En ese espacio reside su mayor fuerza: no en lo que explica sino en lo que conmueve.
Artículo elaborado para puntocero por Martín Suviela.