Las bocinas de los autos resuenan en el asfalto de Avenida Presidente Roque Sáenz Peña. Los peatones cruzan a pasos presurosos cuando el semáforo se pone en rojo. Pero tres jóvenes, con un cartel colgado al cuello, que los identifica como voluntarios de Aiesec –una organización internacional de jóvenes–, lucen impasibles a la vorágine. Son los primeros en la fila que esperan al Buenos Aires Bus para conocer los barrios más pintorescos del centro porteño.
Se proponen hacer el circuito rojo y el azul, que recorre el casco histórico, desde Avenida de Mayo hasta Palermo, pasando por los barrios de San Telmo, La Boca, Puerto Madero y Recoleta. Si tienen tiempo de sobra, harán el circuito verde.
Visita completa en poco tiempo
«El proyecto del bus turístico surgió de la iniciativa del Gobierno de la Ciudad. En 2011, la firma Flecha Bus ganó la licitación y a partir de entonces el paseo se convirtió en uno de los íconos de la ciudad. Es una tendencia que se dio en todas las ciudades del mundo con la idea de proponer una visita relativamente completa en poco tiempo», explica el responsable de prensa del Ente de Turismo de Buenos Aires.
Asimismo, agrega que el circuito abarca las diferentes expresiones culturales de Buenos Aires, por eso está dividido en dos tramos que se combinan en algunos puntos. «Desde el área, planificamos el recorrido a partir del trabajo con especialistas, opinión de los vecinos, datos sobre los intereses de los visitantes y de las zonas más pobladas, entre otros. Hoy tiene 33 paradas, en 10 idiomas, con una audio guía que funciona con sistema de GPS».
Un viaje, muchos viajes
Una sonrisa se le escapa del rostro a Juliana Cabrera, de 21 años, cuando la trompa amarilla del bus se aparece en la avenida. El guía del colectivo le entrega el mapa del recorrido a cambio de su ticket, que le costó unos $990 por un día de paseo. Sube las escaleras y con la misma cadencia con la que recorría meses atrás las sinuosas calles de su Medellín natal, se sienta adelante.
Felipe Ribeiro se acomoda a su lado. Su mirada esconde un tinte de amargura: le preocupa el futuro de su país tras la victoria de Jair Bolsonaro. Para un joven de 21 años, estudiante de ciencias políticas como él, se trata de una desdicha, según dice.
María Lozano, de 20 años, se ubica detrás: «Ta… no pierdas las esperanzas, en nuestros países nunca se sabe qué puede pasar, vo», con un acento montevideano que la delata. Estudia periodismo en su país y se conectó con Aiesec para realizar prácticas profesionales en «la ciudad de la furia», según cuenta. Conecta los auriculares en el canal 1 para escuchar el audio guía y, con el sonido del himno argentino en sus oídos, comienza su viaje.
Son los únicos pasajeros que hablan español en la planta alta del bus. «Elegí Buenos Aires como destino porque acá hay gente de todas partes todo el año. Me pareció buena idea conocer la ciudad con esta vaina», exclama Juliana, estudiante de primer año de trabajo social. Siempre le apasionó cargarse una mochila en la espalda y salir a recorrer horizontes. Esta vez decidió viajar distinto y se postuló como voluntaria de un proyecto social a través de la organización.
Paisaje rodante
El bus avanza apenas unos metros cuando la Plaza de Mayo se impone entre los edificios emblemáticos de su entorno. Juliana se quiere tomar una foto con la Casa Rosada a sus espaldas. Cuando Felipe escucha en la voz del parlante que ahí fue donde un grupo de madres hizo eco de su dolor con la estela de pañuelos blancos, expresa con voz quebrada: «Bajemos».
El escenario es diverso: desde hombres de traje, niños con guardapolvo blanco, mujeres que pasean con sus coches, vendedores de escarapelas hasta testigos de Jehová con sus stands de revistas. Para Felipe, sus amigas y las palomas son las protagonistas de la escena. Descansa en un banco y observa cómo saltan danzantes mientras la bandada alza sus alas.
Vuelven al bus. El edificio del Congreso se levanta frente a ellos. «¡Qué delicia!», expresa Juliana con la sorpresa de una niña que descubre el mar, mientras las formas se pierden en el paisaje rodante.
Un recorrido promedio lleva 3 horas 20 minutos. Ellos querían tener un pantallazo de la ciudad en su tarde libre y, como ya habían vivido la experiencia del paseo en bus en otras ciudades, accedieron al paquete vía online. «Actualmente somos los únicos que contamos con el servicio. Nuestra firma está regularizada por el Ente Turístico Internacional y figura en Trip Advisor. Los tickets se compran a través de nuestra página web o en la oficina de la empresa (Avenida Presidente Roque Saenz Peña 728)», manifiesta Julio Muñoz, jefe de tráfico de Buenos Aires Bus.
María los incita a bajarse en la parada de San Telmo. Anhela reencontrarse con la Mafalda de los libros de su infancia en el Paseo de las Historietas. Con su Nikon colgada al cuello, fotografía a sus amigos, que caminan por las calles adoquinadas.
«En Colombia hay algo que se llama manjar, pero no tiene nada que ver con esto», expresa Juliana mientras prueba una de las tantas variedades que le ofrecen en la «Casa de Dulce de Leche».
«¡Hay que correr!», exclama Felipe, inquieto por llegar al bus, que tiene una frecuencia de 20 minutos y, según sus cálculos, ya es la hora. El «Dale alegría mi corazón» de la hinchada bostera ya retumba en sus oídos. La Boca los espera.
Una pareja de mejicanos, diez jóvenes ingleses del Ejército de Salvación y una familia de brasileros los acompañan ahora en la planta alta. Todos vinieron por los Juegos Olímpicos de la Juventud. Sobran los palos de selfies, las gorras, los anteojos y una brisa primaveral les acaricia la cara.
Destinos obligatorios
«La ola de turistas que vino por el evento deportivo nos favoreció mucho. Los 20 buses en circulación andan casi llenos. Estamos en temporada alta por eso esta semana estamos vendiendo alrededor de 300 pasajes por día de lunes a jueves y unos 500 los fines de semana. Un tercio de los que viajan son brasileros y otra tercera parte, argentinos de las provincias. Le siguen en menor medida los chilenos, uruguayos, estadounidenses, colombianos y mejicanos», añade el referente de la empresa.
En La Boca, los tres jóvenes se bajan a explorar. Suenan tangos por doquier en todos los parlantes. Vendedores de choripanes, de bifes de chorizo, de shows de tango y de souvenirs se les acercan suplicantes.
Juliana se deja perder por Caminito, maravillada por los colores saturados que llevan consigo la marca de su pasado portuario.
María ingresa a todos los conventillos que le recuerdan a Ciudad Vieja, el casco antiguo de Montevideo. En el «Conventillo del tango» se detiene a escuchar un acordeón que toca un hombre mayor, cuyos zapatos viejos bien podrían contar las leyendas del barrio. El «Conventillo de los Sueños» le parece venido de otro mundo. Ahí, donde las prendas colgadas adornan las fachadas y donde no se escucha más bullicio que el silbar de los pájaros, ella despierta una sonrisa en una joven mujer que le da de mamar a su bebé al pie de unas escaleras azules.
Felipe prefiere disfrutar de su propio cuento. Se compra una empanada de carne y se queda observando a un grupo de chicos de no más de 15 años que juegan a la pelota en una cancha de asfalto. El polvo, las zapatillas que cuelgan de los cables y una señora que pasa sin prisa con su carrito descosido lo transportan a otros tiempos. «Yo también tengo sangre italiana», les contará después a las otras dos, una vez subidos al bus.
Juliana quiere conocer el Museo de Quinquela. La maravilla de aquel pintor que delineaba con un carbón la crudeza de la vida en este barrio. Pero el tiempo los corre. Quieren llegar a los Bosques de Palermo y al Cementerio de la Recoleta antes de que atardezca.
«Desde el Ente de Turismo no queremos una ciudad donde el turista solo reciba información. Promovemos que el paseo sea personalizado para que el viajero viva su propia experiencia», sostiene el referente del área.
Esperan unos 10 minutos en la estación. Tres chicas preguntan con acento portugués cuál es la próxima parada. Felipe aprovecha para compartir unas palabras.
En este bus hay dos chilenas con un cartón de pizza en las manos, y una pareja de cordobeses. Solos dos personas llevan el cinturón puesto. Son norteamericanos. Una pareja de alemanes se toma selfies como venidos de una luna de miel.
Los edificios vidriados de Puerto Madero reflejan sus miradas anonadadas. Los autos de alta gama de Avenida España los saludan al ritmo de un relámpago a sus espaldas. María convence a sus compañeros de bajarse. Mientras caminan por el Puente de la Mujer, Felipe posa su mirada en los veleros que desfilan con la destreza del viento en el agua. «¡La mondá!, pensar que hasta hace unos minutos caminábamos en la época de la independencia, después paseábamos por el pasado inmigrante y ahora pareciera que nos trasladamos al futuro», expresa Juliana mientras María, con la vista en la ruta, observa al bus aproximarse.
Ya están fuera de ese tiempo. En el mapa, el circuito azul le da su lugar al rojo. Semáforo de detención en Palermo Soho. El paisaje se tiñe de verde en el Jardín Japonés y va cobrando la forma de los Bosques de Palermo. «Quiero conocer el Rosedal. Me dijeron que está de más, vo», expresa María. La escena del parque se parece a un cuadro de Monet: tres señoras posan en un banco con aire despreocupado mientras respiran el aroma de las Oklahoma coloradas que yacen detrás.
Una vez arriba del bus, María sigue deambulando por el laberinto de rosas hasta que escucha la voz del guía en el micrófono: «Próxima parada: Cementerio Recoleta».
Juliana parece estar esperando el disparo de largada: «Quiero conocer la tumba de Evita», dice y los deja atrás, a la sombra de exuberantes pinos. María prefiere andar a paso cansino. «Laureano Rufino, Julio Soriano, José de la Cuesta», lee las lápidas en voz alta. Felipe deja sus huellas perderse entre los pasillos olvidados, las telas de araña, candados oxidados, vidrios rotos, altares de figuras adornadas por flores estropeadas, cajones donde reposan lágrimas sombrías, algunos valientes y otros pusilánimes.
Ya casi anochece. El bus dejó de funcionar y a los jóvenes les arden las pantorrillas. Cinco siglos de historia y un centenar de imágenes llevan grabados en su retina.