La noche siempre llega

Ambientada en una noche desgarradora e impulsada por la actuación de Vanessa Kirby, llena de nerviosismo, hambre y un profundo conflicto interno, «La noche siempre llega» («Night Always Comes», 2025) de Netflix, es más emocionante que la típica producción original de la plataforma y demuestra un sorprendente control emocional. Adaptada de la aclamada novela de Willy Vlautin, esta propuesta neo-noir conserva una atmósfera vibrante, aunque desplaza el foco del implacable clima económico de una Norteamérica en constante gentrificación para concentrarse en la desesperación creciente de su protagonista, lo que diluye parte del trasfondo social del libro.

Kirby, quien se reencuentra con Benjamin Caron, uno de sus directores en «The Crown», interpreta a Lynette, que vive en la destartalada casa de su infancia en Portland junto a su hermano mayor Kenny (Zack Gottsagen), con discapacidad intelectual, y su voluble madre Doreen (Jennifer Jason Leigh), empleada en una cadena de supermercados.

Si en su debut como director de largometraje, «Sharper: un plan perfecto» (2023), Caron desplegaba un rompecabezas estilizado de estafas y engaños, un thriller psicológico donde la confianza era un bien escaso y cada giro narrativo revelaba la fragilidad de los vínculos, en «La noche siempre» llega traslada esa fascinación por la manipulación a un terreno más amplio y sombrío.

La similitud entre ambas películas está en el método: personajes que esconden más de lo que muestran, estructuras narrativas tramadas con precisión y una puesta en escena elegante que subraya la tensión. La diferencia radica en la atmósfera y el alcance: «Sharper» se movía en los penthouses y círculos cerrados de la élite, donde el engaño era personal y refinado, mientras que «La noche siempre llega» abre el juego hacia la ciudad como organismo hostil, donde la burocracia y la violencia estructural sustituyen a la mentira individual. En ese pasaje de lo íntimo a lo colectivo, Caron confirma su obsesión por la falsedad como motor narrativo, pero cambia de escenario: del brillo engañoso de los salones de lujo a la oscuridad opresiva de una urbe que no permite escapar.

Vanessa Kirby, en el papel de Lynette, ofrece una actuación poderosa, dominando cada escena con precisión y logrando transmitir emociones desgarradoras que laten con intensidad y verosimilitud. El resto del elenco acompaña con interpretaciones que hieren: Zack Gottsagen, como el hermano mayor, aporta el pilar emocional que sostiene el drama con una mezcla de vulnerabilidad y resiliencia; Jennifer Jason Leigh encarna a la madre, fría y directa, pero esencial para la dinámica familiar tanto como para la tensión narrativa, simbolizando ese puente frágil entre la fantasía y la dura realidad. El elenco secundario contribuye con registros que van desde la pena y el enojo hasta la traición, el asco, la repulsión y la empatía, todos interpretados con convicción suficiente para que cada emoción cale hondo.

La película funciona como un collage de contrastes, un juego de espejos de feria en el que nada es lo que parece. Los escenarios de lujo, lejos de ofrecer refugio, devoran a los personajes: la arquitectura los aplasta, los convierte en figuras diminutas, desechables, gente que parece pertenecer a otro mundo y, sin embargo, no encaja en ninguno. Frente a esos interiores impecables y fríos, la ciudad se despliega como una selva de cemento, cruda y hostil, donde las calles respiran violencia y desamparo. En esa tensión entre el artificio del lujo y la brutalidad de lo urbano, el film revela su verdadero rostro: una cartografía de la exclusión, donde toda pertenencia es ilusoria y todo espacio resulta, en el fondo, inhabitable.

La cámara sigue a los personajes de manera asfixiante, pegada a sus movimientos, como si no les diera espacio para respirar. Ese encuadre cerrado arrastra al espectador con ellos, transmitiendo la tensión que cada escena demanda y sumergiéndonos en la misma sensación de ahogo que los protagonistas experimentan. No se trata solo de acompañar su recorrido sino de obligarnos a sentir lo que ellos sienten: miedo, incertidumbre, la violencia latente en cada esquina. En esa proximidad incómoda, la puesta en escena logra una empatía visceral que convierte a quien mira en rehén de la experiencia.

Toda la historia transcurre en el arco cerrado de una sola noche, lo que intensifica su carácter opresivo y urgente. No hay escapatoria en la sucesión de horas: el relato se comprime y se estira al mismo tiempo, como si cada minuto pesara una eternidad. Esta decisión narrativa refuerza la sensación de asfixia, porque la oscuridad se convierte en un territorio sin tregua donde todo debe resolverse antes del amanecer. En ese contexto, los pocos momentos de calma funcionan como espejismos: breves instantes de humanidad que iluminan la densidad de la noche y nos recuerdan por qué sufrimos junto a la protagonista.

El final demuestra una restricción y una cautela admirables: no busca el impacto fácil ni la cachetada emocional sino que se presenta como una conversación íntima con el espectador. Es un cierre sumamente satisfactorio, porque evita el dramatismo barato, pero al mismo tiempo nos deja con la tarea incómoda de pensar dónde se traza la frontera entre lo que estamos dispuestos a hacer por los lazos familiares y lo que deberíamos hacer, realmente, por amor. Esa pregunta queda suspendida en el aire más allá de los créditos, convirtiendo la experiencia de «La noche siempre llega» en algo más que una narración cerrada.

«La noche siempre llega» fue dirigida por Benjamin Caron y contó con las actuaciones de Vanessa Kirby, Jennifer Jason Leigh, Zack Gottsagen, Stephen James, Julia Fox y puede verse en Netflix.

Artículo elaborado para puntocero por María Cabrera.