Frankenstein, el monstruo más bello del mundo

Guillermo Del Toro nunca quiso filmar «Frankenstein» como un relato de horror sino como una elegía. Una historia donde el miedo no proviene del monstruo sino del creador que no soporta su propia obra. El resultado es un poema visual sobre el ego, la soledad y la imposibilidad de amar lo que uno mismo engendra.

Visualmente, la película es impecable. Del Toro vuelve a crear un mundo hecho de óxido, polvo de luna y lágrimas secas. Cada encuadre parece una pintura húmeda: luces veladas, mármoles fríos, túneles que laten. La atmósfera respira con un pulso propio, entre lo sagrado y lo putrefacto, donde la belleza y la muerte conviven sin jerarquías.

Y en el centro de ese paisaje, el cuerpo de la criatura. El rostro imposible de Jacob Elordi redefine el mito: probablemente, la representación más inquietantemente hermosa del monstruo en la historia del cine. Un detalle que no rompe la historia sino que la reformula. Su atractivo contradice el rechazo, desarma el horror tradicional y vuelve la tragedia aún más cruel. ¿Cómo odiar lo que está hecho con tanto esmero? Tal vez ahí resida la verdadera ironía del film.

Narrativamente, «Frankenstein» (2025) presenta un salto extraño. El paso del primer acto -donde Victor Frankenstein (Oscar Isaac) juega a ser dios con la soberbia de un niño- al segundo, en el que la criatura reflexiona sobre su existencia con la lucidez de un filósofo, carece de un puente emocional convincente. Falta la transición entre el cuerpo que despierta y el alma que pregunta. Victor, narrador poco fiable y cegado por el ego, eclipsa un proceso de aprendizaje que la película apenas sugiere: el monstruo pasa del balbuceo a la conciencia sin respiración de por medio.

Aun así, el resultado conmueve. «Frankenstein» no solo adapta a Mary Shelley, la revive. En la novela, la criatura busca entender su lugar en un mundo que lo rechaza. En la película, esa búsqueda se traduce en una pregunta más amplia: qué significa crear algo que puede sentir. Shelley escribió sobre un tiempo en que la ciencia se enfrentaba al alma, Del Toro filma en otro donde la tecnología intenta reemplazarla. Ambos coinciden en lo mismo: la creación es un reflejo de nuestra soledad.

La criatura abandonada se vuelve entonces la voz de todo lo que la humanidad fabrica y luego niega: los cuerpos, las emociones, las máquinas que empiezan a pensar por nosotros. Del Toro no juzga el impulso de crear sino la falta de responsabilidad ante lo creado. Como Shelley, convierte el mito en una advertencia sobre el poder y la ternura que deberían coexistir, pero casi nunca lo hacen.

Jacob Elordi sostiene el relato con una vulnerabilidad silenciosa, una presencia que equilibra belleza y tragedia. Oscar Isaac, más excesivo, aporta una teatralidad que dialoga con la estética barroca del director. El resultado es una de las adaptaciones más fieles, intensas y emocionalmente sofisticadas del mito de Shelley.

Porque Frankenstein es, en el fondo, una historia de amor entre un dios y su error. Y ambos sangran igual.

«Frankenstein» estuvo dirigida por Guillermo Del Toro, cuenta con las actuaciones de Oscar Isaac, Jacob Elordi, Mia Goth, Charles Dance, Christoph Waltz y puede verse en Netflix.

Artículo elaborado para puntocero por María Cabrera.