Carnaval de almas

Las aclaraciones sobre el carácter ficcional que envuelve a una película ya cansan, pero parecen ser necesarias cuando se reconstruye el fragmento de una vida, un contexto o, simplemente, un hecho puntual. Hay una contradicción en el pedido de realismo por parte de cierto público, porque acepta el contrato tácito al sentarse en una butaca (o al elegir una opción mediante las plataformas digitales) que involucra ver una película y, al mismo tiempo, se siente frustrado al no recibir una realidad que, al parecer, debería estar representada en forma fidedigna.

La ficción no significa solo ver caras conocidas interpretando a personajes de la vida real, por ejemplo, sino también que los recortes y las perspectivas planteadas también pueden pertenecer al mismo orden de representación. “Babylon”, lo nuevo de Damien Chazelle, es un viaje a la transición del cine mudo al cine sonoro sobre la base de personajes reales del Hollywood en su etapa embrionaria como industria. Las tres historias que se enlazan en la trama están protagonizadas por personajes compuestos a partir de inspiraciones, supuestos y, en menor medida, la realidad.

Es innegable la maestría del director para articular la puesta en escena y de cámara, y hacerlo (además) tanto en situaciones de vértigo (todas las escenas de fiestas descontroladas) como en momentos de reposo en los que solo hay dos personajes sentados. El inicio de “Babylon” parece el de una película de aquellos tiempos: un par de hombres intentan llevar un elefante hasta una casa en el medio del desierto de Bel Air en 1926. Uno de ellos es Manuel Torres (Diego Calva), un personaje casi invisible, aunque necesario para el engranaje de una maquinaria sin frenos. En la escena siguiente se abre un portal a una dimensión desconocida, a un mundo de libertinaje muerto y a la vez vivo por la restauración quirúrgica de la atmósfera perversa, excesiva y lujuriosa de las fiestas hollywoodenses. Durante esa primera fiesta se muestra la historia del escándalo sexual que involucró a Fatty Arbackle y a una joven llamada Virginia Rappé, quien terminó muerta en circunstancias poco claras, aquí sin la aparición de esos nombres verdaderos. Chazelle logra un balance entre la fuente bibliográfica de “Hollywood Babilonia” escrito por Kenneth Anger y una libertad narrativa, no solo en el caso Arbackle sino, también, en los demás personajes y sus situaciones.

Manuel (o Manny) es el orfebre tras bambalinas: lava los trastes y encanta serpientes al mismo tiempo. Un flechazo al corazón le hace abrir, casi sin saberlo, el camino a la fama para una desconocida Nellie LaRoy (Margot Robbie), quien asegura ser una estrella, aunque no haya actuado en nada, todavía hasta ese momento. Luego le llega a él su propia oportunidad, cuando lleva a Jack Conrad (Brad Pitt) a su casa tras terminar la fiesta y, al día siguiente, al acompañarlo hasta el set de su nueva película. Jack es un menjunje de varias figuras masculinas de la época: Douglas Fairbanks, John Gilbert y Rudolph Valentino, en él se advierten citas, gestos y hasta pequeños momentos de la vida de este grupo selecto.

La montaña rusa que propone Chazelle pasa de una fiesta sin reglas a la recreación de un set para una película épica en el medio del desierto con el mismo tono de libertinaje. Mientras los contenidos de las imágenes presentan un caos, el director traza sus movimientos en las antípodas, y es que su película tiene una filiación con el cine de Paul Thomas Anderson, más que con el de Baz Luhrman, con quien solo puede asociarse el nivel de desenfreno, colores y musicalidad omnipresente, en cambio, con el director de “Juegos de placer” comparte la estrategia visual. La aplicación de la simultaneidad es otro de los méritos, cuando se ve el progreso de Nellie en sus películas mudas gracias a su capacidad de presentar emociones opuestas entre una toma y otra, también se advierte el arte y el oficio que requería el cine mudo, casi como un lenguaje diferente a lo que avecinó poco años más tarde.

Manny y Nellie viven un cuento de ascenso: el primero por ubicarse siempre en el lugar necesario y ella por ser la estrella que la industria precisa. En el tránsito de sus vidas perfectas emerge el obstáculo -según sus visiones- que significó el diálogo sincronizado con las imágenes, lo que fue netamente un progreso sin precedentes para la realización de películas. Se inscribe en el montaje paralelo una claridad narrativa, tal proceso es casi invisible como en las películas del nombrado Paul Thomas Anderson, donde el dinamismo de las acciones (más que de los movimientos de cámara) invoca a los zooms frenéticos y no al revés.

Así como “El lobo de Wall Street” eclipsó con sus excesos a los que se posaron desde el conservadurismo, aquí sucede algo similar con aquellos guardianes de la historia de Hollywood. Ellos entienden que hay una combinación entre la corrección política ejercida desde el presente y una traición a los clásicos, porque si ya existe “Cantando bajo la lluvia”, qué necesidad hay de contar el mismo cuento sobre el conflicto en el pasaje del mudo al sonoro. Por supuesto, Chazelle clava su bandera en el período que él cree que tuvo la mayor efervescencia creativa y que puso los cimientos para lo que vendría después. Esa etapa posterior no solo obligó a la industria a plantearse una reconfiguración por la avanzada tecnológica, también impuso una serie de cambios por el avasallamiento de los defensores de la moralidad, y que culminó en el Código Hays. “Cantando bajo la lluvia” no se ocupa de esa parte, más bien recorta sobre los desafíos obligados a disputar por la llegada de la sonoridad sincronizada. ¿Puede achacársele a la película de Stanley Donen la ausencia de una crítica al Código Hays? En absoluto, como tampoco puede pensarse que Chazelle pretende encender un fósforo sobre un tendal de nafta al Hollywood de la década de 1930 en adelante.

El cuento de una montaña que se escala tiene su momento de inflexión, y ese es el momento del descenso. Tal caída es directamente proporcional al ascenso estrepitoso de casi todos los personajes, además de los tres mencionados, aparecen otros que figuran como satélites, los cuales tienen más o menor suerte que los principales. Entre ellos está Lady Fay Zhu (Li Jun Li), inspirada en la actriz Anna May Wong, de quien se rumoreaba que era lesbiana, un motivo por el cual perdió su brillo hasta apagarse por completo una vez que las imposiciones morales reglaron el proceder de Hollywood. De todos, el personaje que más se asemeja a una posible veracidad es el de Nellie LaRoy, quien representa mucho de los hechos y acontecimientos de Clara Bow, entre ellos sus complicaciones en la transición al sonoro y sus problemas con el juego. Entonces, ¿cómo es posible que Chazelle no se valga de ese tránsito que marca un antes y después para narrar la podredumbre de una industria siempre presentada por su brillante y pulcra fachada? Eso no significa que exista un odio a las películas sonoras, ni que se pregone por una vuelta del reinado de terror moral de aquellos tiempos. En el compilado final se exhibe a las claras su postura, pero es al mismo tiempo el costado más desprolijo y didáctico de toda la película, quizás en un intento por parte de Chazelle para defenderse de antemano de los ataques posibles hacia un supuesto cuestionamiento al cine sonoro, del que se lo acusa por parte de cierta crítica.

“Babylon” es un OVNI dentro del espectro chato de la oferta actual podrá tener fallas en su enunciación, pero es incuestionablemente honesta en sus posturas, que comprenden un tratamiento temático como formal, en este nivel con una gracia y virtuosismo que no abunda.

«Babylon» de Damien Chazelle cuenta con las actuaciones de Brad Pitt, Margot Robbie, Diego Calva, Jean Smart, Flea, Li Jun Li y Lukas Haas. Duración: 189 minutos.