«Los Puentes de Madison», el deseo que no se nombra

En los veranos calurosos del Medio Oeste norteamericano, el viento no sopla. Todo queda en una calma espesa, detenida, como si el tiempo pudiera estancarse en una fotografía. Es en ese paisaje inmóvil donde se desarrolla «Los Puentes de Madison» (1995), la película dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, basada en la novela de Robert James Waller. Un melodrama de silencios, miradas y elecciones no tomadas. Pero debajo de su barniz romántico, la película contiene una crítica sutil -pero feroz- a los mandatos que rigen la vida doméstica, especialmente la de las mujeres. Como una novela epistolar que nunca llega a destino, el film es también una elegía por todo aquello que el deber social deja sin vivir.

Francesca (Meryl Streep) es una mujer italiana que emigró con su esposo después de la guerra. Vive en Iowa, en una granja perdida entre el maíz y la rutina. Su vida está marcada por el sacrificio invisible: madre devota, esposa correcta, ama de casa eficiente. El mundo que habita es estrecho, pero ella no se queja. Hasta que aparece Robert Kincaid (Clint Eastwood), fotógrafo de National Geographic, en busca de los puentes cubiertos del condado. Es un extraño, pero no es un invasor: es alguien que la mira, simplemente, y al hacerlo la devuelve a sí misma. Lo que sigue es una historia de amor breve, pero profunda. Cuatro días que desordenan una vida entera. O que, más bien, revelan su verdadera forma.

La película fue recibida en su momento como una «historia de amor madura», distinta a los romances juveniles de Hollywood. Pero el corazón de la película está en otra parte. Lo que plantea «Los Puentes de Madison» no es una mera historia de amor imposible sino una pregunta incómoda: ¿qué parte de nuestras vidas es realmente nuestra? ¿Y quién decide lo que debe sacrificarse en nombre del amor… la familia, el deber?

Francesca no es víctima ni mártir. Es alguien que elige. Pero elige desde un lugar condicionado por una estructura cultural: la maternidad como destino, el matrimonio como espacio de legitimación, el silencio como forma de sostener la paz familiar. Su decisión de no irse con Robert no es una claudicación romántica, sino una afirmación dolorosa de su responsabilidad afectiva. Sabe que, si se va, traiciona no solo a su esposo sino a sus hijos. Y aunque esa traición podría justificarse en nombre del amor, Francesca entiende que la libertad tiene un costo que no todos están dispuestos a pagar. O, mejor dicho, que no todas.

El cuerpo de Francesca, encorsetado en la cocina, en los vestidos de diario, en el ritual de preparar la comida, es una metáfora de esa renuncia. Pero también lo es su vitalidad latente: sus manos que tiemblan, su respiración entrecortada, su súbito deseo. Meryl Streep actúa con una potencia que atraviesa la contención: cada gesto contiene siglos de opresión y ternura, cada mirada es una carta que no se envió. Clint Eastwood, por su parte, se dirige a sí mismo como una figura estoica, solitaria, sensible: un hombre que no necesita dominar para amar. En ese cruce entre el cowboy crepuscular y la ama de casa invisible, el film encuentra su tono. No hay épica, pero hay una dignidad trágica.

Si en «Esperando la Carroza» el drama familiar era gritado, aquí es susurrado. Pero ambos relatos comparten una idea: lo privado es político. La historia de Francesca no puede leerse por fuera de la cultura que la contiene. No es una mujer débil: es una sola frente a una maquinaria moral que la educó para no elegir, eligiendo. El film no propone una moraleja. No castiga ni premia. Solo muestra, con una lentitud dolorosa, lo que implica renunciar a uno mismo para sostener un orden que otros dan por sentado.

El relato se enmarca en un tiempo retrospectivo: son los hijos adultos quienes, tras la muerte de su madre, descubren los diarios que dejó, donde narra lo vivido. Es en ese descubrimiento tardío donde se despliega otra dimensión de la historia: ¿cuánto saben los hijos de sus padres? ¿Cuánto de lo que somos está hecho de decisiones que otros tomaron por amor, o por miedo? La maternidad, muchas veces, es también una forma de desaparecer.

La lluvia que cae en la escena final no es una tormenta sino un llanto contenido. Francesca no baja del auto. No abre la puerta. Sabe que, si lo hace, no hay vuelta atrás. Esa imagen se volvió un ícono del cine romántico, pero también puede leerse como un símbolo de la tensión permanente entre el deseo y el deber. Y, como en los mejores melodramas, el clímax no se da en el encuentro sino en la separación.

«Los Puentes de Madison» no es una historia sobre la pasión sino sobre su fantasma. Sobre lo que pudo ser y no fue, y sobre el precio de sostener una vida en la que el amor se convierte en recuerdo y no en destino. La película conmueve porque no da respuestas fáciles. Porque sabe que la vida no siempre es justa, y que hay decisiones que no redimen, pero que aun así nos definen.

En tiempos donde el mandato de la realización personal choca con las exigencias del cuidado, donde las mujeres aún cargan con la culpa de elegir, «Los Puentes de Madison» sigue siendo un espejo incómodo. Porque, a veces, la verdadera rebelión no está en irse sino en atreverse a desear. Y el deseo, cuando no puede nombrarse, se transforma en puente: une lo que parece distante, pero también recuerda que hay abismos que nadie puede cruzar sin perder algo en el camino.

 

 

Artículo elaborado especialmente para puntocero por Martín Suviela.

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