Violencia, la otra pandemia

En Colombia están «a la buena de Dios», dirán los más cautos. El miedo paralizante que genera la muerte hoy es más fuerte que la pandemia. Colombia se despierta con víctimas letales por la violencia que se desató en el país y que se encrudece sobre los jóvenes y sus vidas. Ni la pandemia detiene el conflicto por las tierras, los cultivos ilícitos y el poder de las curules en el gobierno. En este juego, los políticos son piezas, los jóvenes los peones y la reina seguramente trance con el rey para seguir en el poder. La guerra parece un negocio redondo y el miedo la mejor manera de perpetrarlo. Hasta nuestros vecinos se benefician de la desgracia, venden armas y prestan soldados.

Este agosto violento nos recuerda las peores épocas, el ataque en todos los frentes y sin identificar al enemigo. El 11 de agosto desconocidos asesinaron a cinco menores, todos entre 14 y 15 años de edad, en un cañaveral ubicado detrás del barrio Llano Verde en Cali, capital del Valle del Cauca, al occidente del país.

El martes 18 de agosto, desconocidos asesinaron a tres indígenas de la comunidad Awá, en el departamento de Nariño, al sur. Las tres personas murieron en su propio resguardo indígena, Pialapi-Pueblo Viejo, ubicado en una remota zona rural a unas nueve horas de la cabecera municipal de Ricaurte, a pocos kilómetros del límite con Ecuador. Aún se desconocen los autores y el motivo del asesinato.

Tres días antes, el sábado 15 de agosto, ocho jóvenes de entre 19 y 25 años fueron masacrados por desconocidos en la aldea de Santa Catalina, cercana a la cabecera municipal de Samaniego, también en Nariño. Según una testigo, cuatro hombres encapuchados entraron a la vivienda y, como se estilaba en los años 90′, balearon a quemarropa. Horas antes, en el mismo poblado, había sido asesinada una mujer de 26 años, también por desconocidos.

A estas masacres se suma la muerte de un periodista indígena en el Cauca, en medio de una manifestación que terminó en enfrentamientos con la fuerza pública. Abelardo Liz, de la emisora Nación Nasa Estéreo, tenía 34 años y estaba registrando una protesta en la que participaban comunidades indígenas el pasado 13 de agosto, cuando recibió tres disparos cerca del lugar donde se encontraban oficiales del Ejército.

En Colombia, la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) documentó y condenó el hecho, y a su preocupación se sumó la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), que piden que se investigue la responsabilidad del ejército colombiano en este caso.

El presidente Iván Duque, por medio de Twitter, se refirió a la masacre de Samaniego, pero hasta el momento no se esclarecen los hechos ni el motivo de los asesinatos. Más preocupado por la economía tambaleante del país que por la seguridad nacional, en sus alocuciones en un programa de televisión en el que ofrece los reportes más recientes sobre el avance y control del COVID-19 en el país, el mandatario no menciona la oleada de violencia que viven las poblaciones más castigadas por el narcotráfico y los grupos al margen de la ley.

Así, en medio de balas sin rostro y víctimas sin justicia ni reparación, Colombia sigue sumida en el letargo de la guerra. Mientras el mundo busca una vacuna contra el virus que encerró a la población, los colombianos vemos llegar el monstruo de la guerra en medio del silencio que causa lo noticiable de la pandemia.