El reciente doble femicidio ocurrido en la provincia de Córdoba dejó al descubierto una trama de violencia machista que no solo cobra vidas sino que se retroalimenta de discursos organizados, legitimados desde sectores políticos y sociales que hoy ocupan espacios de poder y decisión.
Las víctimas fueron Luna Jardina, de 28 años, madre de un niño de 5; y su madre, Mariel Samudio. El principal sospechoso, ya detenido, es el ciudadano uruguayo Pablo Laurta, expareja de Luna, con quien mantenía un largo y conflictivo vínculo signado por denuncias de violencia y por la custodia del menor.
Luna había realizado múltiples denuncias contra Laurta entre 2023 y 2024. Contaba con una orden de restricción -que se habría vencido días antes del crimen- y con un botón antipánico que, lamentablemente, no llegó a activar. Estas herramientas, lejos de garantizar su seguridad, evidencian una vez más su ineficacia estructural cuando el Estado no actúa con decisión frente a las alertas.
El crimen anunciado por una ideología peligrosa
Pablo Laurta no solo hostigaba y maltrataba a su expareja. También era un militante antifeminista activo, fundador del colectivo uruguayo Varones Unidos, una organización que promueve la idea de que los hombres son víctimas de las políticas de género y fomenta discursos misóginos disfrazados de preocupación por los «derechos del varón».
Dicha agrupación, a través de sus canales, difundía estadísticas manipuladas, negacionismo sobre la violencia de género y mensajes abiertamente hostiles hacia los movimientos feministas.
En este entramado ideológico, Laurta fue más que un activista aislado: actuó como facilitador y difusor de discursos de odio con aval político. Organizó conferencias donde dio espacio a figuras como Nicolás Márquez y Agustín Laje, autoproclamados referentes de la «derecha cultural», cuyas posturas extremistas no solo coinciden con los lineamientos del gobierno de Javier Milei sino que los alimentan.
Márquez, señalado en una causa por abuso sexual contra su hija menor; y Laje, su aliado discursivo, construyeron su plataforma pública sobre la base del desprecio a los feminismos, la negación de la diversidad y el odio ideológico. Uno de los eventos impulsados por Laurta se realizó nada menos que en la Legislatura uruguaya, demostrando -¡atención!- que estas ideas no circulan solo en los márgenes sino que logran colarse en las instituciones, con el claro objetivo de desarticular los avances en derechos conquistados por los movimientos de mujeres.
¿Quiénes son los incels y qué tienen que ver?
Pablo Laurta también es identificado por especialistas como parte del fenómeno de los incels (involuntary celibates, o célibes involuntarios): comunidades en línea de hombres que responsabilizan a las mujeres por sus frustraciones afectivas y sexuales, y desarrollan una ideología de odio profundamente misógina. Algunos casos internacionales demostraron que estas comunidades no son solo un fenómeno virtual, fueron origen de atentados, crímenes de odio y discursos violentos en distintas partes del mundo.
Los incels no son una excepción. Son el extremo visible de una cultura que sigue poniendo en duda los relatos de las mujeres, justificando la violencia y minimizando las señales. En ese ecosistema, los discursos como los de Varones Unidos no son marginales: son una parte activa del entramado social que sostiene la violencia.
La violencia de género no empieza con un golpe: el Estado llega siempre tarde. La violencia machista se gesta en lo cotidiano, camuflándose en una sociedad que elige mirar hacia otro lado, incluso, cuando las víctimas gritan. Y se perpetúa gracias a un aparato estatal que no actúa con la urgencia ni la profundidad que el problema exige.
La Ley 26.485 de Protección Integral, en vigencia desde 2009, no deja lugar a dudas: reconoce la violencia de género como un fenómeno complejo y estructural, que se manifiesta en formas físicas, psicológicas, sexuales, económicas, simbólicas y políticas. No es un problema privado ni individual: es un asunto de derechos humanos.
El femicidio de Luna Jardina no fue un acto sorpresivo ni aislado. Fue el desenlace brutal de una cadena de violencias denunciadas, ignoradas y desatendidas. Luna hizo lo que el sistema exige a las víctimas: denunció, pidió ayuda, buscó protección. Pero las instituciones fallaron de manera sistemática y previsible.
La ley estaba. Las denuncias también. Las señales eran claras. Lo que sigue sin aparecer es la voluntad real del poder político de poner freno a esta maquinaria de muerte. Porque las víctimas hacen todo lo que pueden, y más. Son las instituciones las que no llegan, las que no creen, las que no actúan.
Hoy, sectores del Gobierno Nacional y aliados no solo desestiman la violencia de género sino que la combaten retóricamente como si fuera una exageración ideológica. Promueven proyectos de ley para sancionar supuestas «denuncias falsas», una categoría inflada y desmentida por todos los datos disponibles: menos del 1% de las denuncias son falsas, según organismos judiciales y estadísticas oficiales.
Este tipo de propuestas no solo criminaliza a las víctimas sino que refuerza la impunidad de los agresores. En ese contexto de descreimiento institucional, los Laurta no se esconden: se sienten validados y, en el peor de los casos, matan.
Luna Jardina y Mariel Samudio fueron asesinadas por un hombre que las había hostigado durante años, que las culpaba por no someterse, que se sentía respaldado ideológicamente por movimientos antifeministas y hasta por representantes políticos que ponen en duda la violencia de género como problema estructural.
La sociedad tiene la responsabilidad de nombrar las cosas por su nombre: esto fue un doble femicidio político. No solo por el contexto ideológico en el que ocurre sino porque interpela directamente a las decisiones (o ausencias) del Estado y sus instituciones.
Las alertas estaban. Las denuncias también. Lo que falló -una vez más- fue el sistema que debía protegerlas.