La medianera

El horror del nazismo, como maquinaria fría y perfecta para llevar a cabo un genocidio, siempre es y será un punto de partida en el cine para intentar entender cómo fue posible. Por supuesto, hubo fines meramente explotativos e, incluso, así la búsqueda de una comprensión a semejante barbarie sobrevolaba.

Poner el ojo en el contraplano de los actos de exterminio es un riesgo, es decir, posarse sobre el punto de vista de los agentes de la destrucción invita a la polémica: si hay o no una filiación a las ideas del mal. Sucede también en las películas sobre abusadores sexuales, donde una mirada puesta en la subjetividad del delincuente invita a considerar una humanización, que no puede ser tal porque se trata, en apariencia, de monstruos. Lo mismo se piensa del nazismo, al aplicarse una lógica equivalente, que son seres malignos únicos y díscolos dentro de una sociedad perfecta.

Jonathan Glazer se encolumna por el andarivel más enraizado al relatar la cotidianeidad de la familia de Rudolf Höss, el cerebro organizativo del campo de concentración de Auschwitz. En el mismo tono de un día de picnic, una lectura de un cuento infantil a uno de sus hijos, la charla de un viaje por vacaciones con su esposa y otras particularidades de la vida familiar y matrimonial se cuela la discusión gélida y expeditiva para acelerar la cantidad de muertes en las cámaras de gas, como si se tratara de un objetivo numérico a alcanzar en una empresa corriente. La nivelación de las situaciones está afianzada por la decisión de componer una estrategia visual basada en planos fijos (en su mayoría) que se repiten en su angulación y tamaño, al estilo de cámaras de seguridad. Tal idea también se enhebra con la ubicación geográfica de esta casa lujosa de los Höss, al estar del otro lado del campo de concentración separada de unos muros, toda esta diagramación puede extrapolarse a un espacio actual donde los barrios cerrados están recubiertos por murallas que las distancian de los barrios populares.

No hay un argumento en “La zona de interés” (transposición flexible del libro de Martín Amis) más allá de la preocupación, en un momento, por una transferencia posible de Rudolf a otra ciudad, porque el miedo en su caso es a la pérdida de la cotidianeidad vista hasta ese momento, dejar a su familia y también el río, el pasto, la pileta y todas las facetas del buen vivir. El horror se presenta en pequeños momentos narrativos, por ejemplo, en la “donación” de prendas recién llegadas que hace Hedwig Höss (magnífica interpretación de Sandra Hüller) a sus empleadas o en el despertar en el medio de la noche de su madre, de visita a la casa, producto de un resplandor de fuego en su ventana. Allí también se pone en disputa el concepto de la banalización, mientras para la familia todo es parte de una normalidad, para la visitante lo que se presume que está del otro lado, debido a una “banda de sonido” constante, es una anomalía difícil de soportar.

Nada de lo que sucede tras los muros se ve, eso no simboliza una ausencia total o borrada de la representación del espanto. En el mapa sonoro compuesto por sirenas, gritos, disparos secos y hornos industriales encendidos puestos en primer plano se marca la potencia del horror. Casi no hay representación visual de ello, salvo por algunos fogonazos reflejados en ventanas o por unos prisioneros que son parte de la dinámica diaria de la casa encargados de tareas mundanas. La consecuencia del ensamble sonoro del mal está en la naturalización de los personajes, incluso en la idea de un preso desplazándose sin supervisión porque no existe la más mínima chance de pensar siquiera en una fuga. El sonido aquí revierte esa idea sobre su función narrativa, la cual parece tener solo dos cualidades: representar fidedignamente lo que se ve e hiperbolizar la acción, en cuanto a género. Aquí la idea de “tan lejos y tan cerca” se suprime en imágenes y se expande en los sonidos.

Esa neutralidad de las acciones diarias pisa un hielo delgado, el de la indiferencia para retratar una banalidad potable de pegar una vuelta y colaborar con los actantes -en especiales los actuales- propiciadores de la aberración más extrema, como lo fue borrar de la faz de la Tierra al otro y a su historia. El final tiene un desbande retórico en las escaleras que baja Rudolf articuladas con una serie de imágenes insertadas, en el término más estricto de la palabra. Así y todo, la urgencia de la obra en cuestión puede impedir una visión más cristalina de una síntesis absoluta, a partir de las ideas y conceptos enumerados. La distancia temporal, como sucede con la historia, es la única variable para poder pensar “La zona de interés” sin el velo de la urgencia.

“La zona de interés” de Jonathan Glazer cuenta con las actuaciones de Christian Friedel, Sandra Hüller, Andrei Isayev, Johann Karhauss y Nele Ahrensmeier.