El cine argentino, hasta ahora, no había hecho foco en los ingenieros agrónomos que, desde su función decisoria, mucho tienen que ver con la intoxicación de los cultivos y el letal efecto que ello produce en la población. Sí se recuerdan documentales que hacen eje en las víctimas y la aparición de profusos testimonios que pueblan los mismos.
Andrés Turnes, con su film «El Agrónomo», parece haberse volcado por la primera opción, centrando su apuesta en un profesional que termina recalando con su familia en una ciudad con alta producción agropecuaria como destino final de su nuevo proyecto de vida. Diego Velázquez es el dúctil actor que moldea a la perfección su criatura (Gastón Borelli), con sus incertidumbres, contradicciones, temor por momentos, retraimiento y furia.
La unidad familiar de este parece resquebrajarse a partir de la lenta instalación del conflicto, como si el veneno tóxico corroyera no solo los cuerpos sino, también, las integralidades que apuestan por direcciones opuestas y bien marcadas.
Una clara apuesta parece marcar el realizador por las nuevas generaciones en sus modalidades más combativas, más lúcidas y conscientes de la potencialidad peligrosa de estas actividades agropecuarias delictivas y silenciosas, al oponerlas en claro enfrentamiento a las clases poderosas y decisoras.
La propuesta de Turnes se expande y se posa de manera inquisidora en esa práctica impune e invisibilizada de manipulación tóxica que cuenta con el aval de los gobiernos de turno.