Europa es fascinante, por sus lugares antiguos y modernos; su historia y el fútbol, el deporte más hermoso del mundo, lo traducen en el verde césped el Barcelona de Lionel Messi y el Real Madrid de Cristiano Ronaldo.
Llegar a Barcelona no es tan fácil como creía. Después de las nevadas y las temperaturas bajo cero de París que me engriparon a más no poder, saqué el vuelo más barato rumbo a Catalunya, donde me esperaban unos conocidos de la familia con una entrada para el Barcelona-Real Madrid por la Copa del Rey. La línea de bajo costo dejó bastante que desear y el aeropuerto estaba a poco más de 100 kilómetros. Con mi escueto francés pregunté dónde tomar el bus para llegar a Beauvais, algo así como viajar desde Buenos Aires hasta Chascomús. Dejé la Ciudad de las Luces para llegar al Aeropuerto de El Prat cerca del mediodía, con unos 20 grados que habrían tentado a cualquiera a dejar las valijas a un costado y tirarse por un momento en el Mar Mediterráneo.
Barcelona tiene rincones antiguos, como el Barrio Gótico, de diseño con toda la obra de Gaudí, otros más modernos como Plaza Catalunya y el paraíso que es Casteldefells, donde vive Lionel Messi. O también Montjuic, uno de los sitios más pintorescos, con el mejor metro del mundo, espacioso en sus vagones y que te conecta con toda la ciudad. Era imposible no recordar aquella canción que inmortalizó Freddie Mercury junto a la soprano catalana Montserrat Caballé para los Juegos Olímpicos de 1992. La letra y la melodía se adaptan perfectamente a las sensaciones que tiene una persona que visita por primera vez una ciudad que destila cultura a cada paso.
Los catalanes son amables y no tienen problemas en hablar español con los visitantes, pero les gusta practicar su lengua entre ellos. Una joven de Girona me contaba en Londres que a los madrileños que visitan Barcelona y hablan en castellano suelen decirles: «¿pues puedes hablarme en cristiano, está bien?». De todas maneras, la ciudad está llena de argentinos, algunos que se quedaron post crisis 2001 en nuestro país, mozos en bares, artistas o arquitectos que se rinden ante lo imponente que es la Sagrada Familia.
El alojamiento estaba en Plaza Real, una plaza antigua con fuentes y palmeras, cerrada y con pasillos de empedrado que daban a La Rambla, una de las zonas más turísticas de la ciudad, con gente de todo el mundo, paellas para comer al aire libre y demás. Pero lo que vale en Barcelona es irse «de tapas». Después de comer algo, llamé a quienes tenían mi entrada y nos encontramos en el hotel Reina Sofía, cerca de la Avenida Diagonal, donde cayó la noche y pasó el micro del Real Madrid envuelto en una silbatina y una catarata de insultos en todos los idiomas que te puedas imaginar, hasta gente de Bahrein estaba allí y me pidieron una foto por mi camiseta de la Selección Argentina con la 10 de Messi. Un hombre uruguayo me decía frente a Camp Nou que no debía lucir esa remera, pero el sentimiento salió de mis venas y le dije: «Este club nos debe la vida, estaba en ruinas y Messi lo llevó a ser el mejor del mundo». No hubo respuesta del otro lado. También me crucé portugueses que me decían «Cristiano» y no tuve mejor idea que decirle «filho de Messi».
El estadio Camp Nou tiene una forma extraña arriba, como si estuviera cortado en diagonal y bajo una fosa, por eso no parece tan alto. Sin embargo, tiene la mayor capacidad de Europa con lugar para poco más de 98 mil espectadores. Los alrededores son similares al barrio de Palermo, con una galería de árboles, el Mini Estadi donde juega el Barcelona «B» y, a unos pocos metros, La Masía: la usina del fútbol mundial, con una escuela de fútbol que educa a los futuros cracks. Las «canteras», como le llaman a las divisiones inferiores, sacó entre sus filas a los argentinos Lionel Messi y a Mauro Icardi (hoy en el Inter), los españoles Andrés Iniesta, Xavi Hernández, Gerard Piqué, Cesc Fàbregas, Carles Puyol, Sergio Busquets y Víctor Valdés, todos campeones de la Copa del Mundo en Sudáfrica 2010.
Entrar fue bastante fácil, aunque bordear Camp Nou lleva su buen tiempo, porque es enorme. Además, había mucha gente afuera que esperaba a los jugadores del Barcelona, que llegaban en autos particulares y no en micros. Los coches deportivos más caros del mundo traían a Messi, Xavi, Iniesta y compañía, y los fanáticos se amontonaban en las bocas de acceso subterráneo al estadio. Una vez adentro, es un ritual comprar una botifarra (una salchicha en pan de baguette con condimentos a elección) a unos 6 euros con una gaseosa. Estaba en una de las plateas más bajas, cerca de un corner y con un techo encima mío e imaginate, con las comodidades que había, la oscuridad encima de los plateístas y luz sobre los jugadores… parecía un cine en 3D. La salida del Barcelona fue emocionante, con banderas blaugranas y con otras amarillas y rojas, de Catalunya, bajo el Cant, el himno del club:
“Todo el campo
es un clamor
somos la gente azulgrana
No importa de dónde venimos
si del sur o del norte
ahora estamos de acuerdo, estamos de acuerdo
una bandera nos hermana.
Azulgrana al viento,
Un grito valiente
Tenemos un nombre
que conoce todo el mundo:
¡Barça, Barça, Baaarça!
Jugadores,
seguidores,
Todos unidos somos fuertes
Son muchos años llenos de afanes,
son muchos los goles que hemos gritado
y se ha demostrado, se ha demostrado
que nadie nos podrá doblegar.
Azulgrana al viento,
un grito valiente
tenemos un nombre
que conoce todo el mundo:
¡Barça, Barça, Baaarça!”
Después del rugido de más de 90 mil personas, Barcelona y Real Madrid tenían que definir a un finalista de la Copa del Rey. Una vez que estás ahí, recordás las mañanas de la infancia o la adolescencia, cuando te levantabas temprano para ver a Zinedine Zidane o a Rivaldo, a Raúl o Ronaldinho, y ellos parecían personajes de ficción, superhéroes que ganan partidos, con el sueño de siempre tenerlos enfrente y, esta vez, estaban delante mío Lionel Messi y Cristiano Ronaldo.
El partido lo ganó el visitante por 3 a 1, con una clase de contundencia del equipo Merengue, con la mejor noche de la carrera de Cristiano Ronaldo, que metió dos goles, que parece “engelado” constantemente, no se le ven los pies cuando empieza a correr, es veloz, tiene control, le pega bien desde afuera del área y ni le importó que un gentío le grite «ese portugués, hijo puta es». Ángel Di María es su mejor socio en la cancha, lo asistió para su segundo tanto, el tercero fue de Raphael Varane de cabeza y el descuento llegó sobre el final del encuentro, con una arremetida de Jordi Alba. Pasó algo muy curioso cuando el Real ganaba 1 a 0, porque Messi tuvo un tiro libre, se fue por centímetros y todo el estadio gritó un gol que no fue.
Me sorprendió el público del Barcelona, que se empezó a ir cuando el encuentro estaba 0-3, indignado y que debía esquivar a los madridistas infiltrados. Los hinchas del Madrid que llegaron al Camp Nou tiraron una bengala y se vivió un momento tenso, pero después fue una demostración del mejor fútbol del mundo, que no se juega ni siquiera en una final de una Copa del Mundo. Después de recorrer las canchas argentinas, veo que no hay un juego de primer nivel, y lo que más me duele es que el mejor jugador del mundo es argentino y ni pasó por nuestro fútbol por cuestiones extradeportivas. Esa noche no estuvo Javier Mascherano, que brilló de 5 en River pero se fue joven al fútbol de Brasil; pero sí Gonzalo Higuaín, que dejó el club de Núñez con 20 años; y Ángel Di María, un flaco que deslumbraba por su control de pelota en Rosario Central y que se fue al Benfica de Portugal para luego unirse a la «Casa Blanca» de este deporte.
El estadio se vació rápidamente, la avenida Les Corts estaba en silencio, los hinchas se fueron al metro con sus banderas y ya pensaban en la revancha que tendrían el fin de semana con el derby por La Liga. Y yo, un argentino suelto en Barcelona, veía la avenida de edificios altos con sus palmeras, los otros bajos y largos que parecían las construcciones de ladrillos que encontramos en Puerto Madero y mucho más del paisaje que rodea al Camp Nou.
Vivir un derby es una experiencia única, un evento multicultural, con clubes de primer nivel internacional que dejan con “ojos de huevo” a alemanes, ingleses e italianos, los hinchas más fervorosos de Europa pero que no tienen nuestro ADN ni conocen cómo se vive el fútbol en esta parte del mundo, bien al sur.
No fue el único derby que pudimos vivir, porque un mail que llegó a último momento obligaría a dejar el hostel y huir cual delincuente por La Rambla, a decirle a los alemanes de la habitación que tenía que tomar el primer vuelo rumbo a Madrid, porque la pista del fútbol europeo seguiría en nuestros pies para llevarnos un recuerdo imborrable de España, con el Real Madrid-Barcelona en el Santiago Bernabéu y con la acreditación de prensa del mejor club del Siglo XX, según decidió la FIFA. Será otra historia que merecerá ser contada, propia de este diario de un derby.