El paso del tiempo, esa única variable que permite alcanzar la perspectiva necesaria para una lectura reposada sobre un fenómeno, llegó al acontecimiento que marcó el comienzo del Siglo XXI: el atentado a las Torres Gemelas en el World Trade Center.
Así como Vietnam tuvo su derrame cinematográfico más urgente con “El Francotirador” («The Deer Hunter», 1978), “Apocalypse Now” (1979) y otras tantas, también hubo tiempo para la reflexión. De esa manera aparecieron “Pelotón” («Platoon», 1986) y “Nacido para matar” («Full Metal Jacket», 1987). También, como lo demuestra la historia del cine, el exploitation ocupó un lugar con la saga “Desaparecido en acción” («Missing in Action», 1984), que también tenía el correlato de la coyuntura de ese tiempo para abrazar la época reaganiana.
Otra consecuencia de Vietnam fue el miedo interno, a partir del infierno que los soldados importaban a suelo norteamericano. De esa forma nacen obras tan disimiles entre sí como “Pánico a medianoche” («The Last House on the Left», 1972) y “Taxi Driver” (1974), ambas en sus diferencias se reúnen en ese miedo. Un paralelismo posible puede realizarse sobre las secuelas en el cine que dejó el 11S.
Las películas lineales
La inmediatez puso en marcha los engranajes del circuito más lacrimógeno, en búsqueda de sanar una herida abierta. De ello deriva «11’,09’’01: El día que cambió el mundo» («11’, 09’’, 01 – September 11») de 2002. La película es un esfuerzo colectivo de cineastas como Mira Nair, Ken Loach, Sean Penn, Alejandro González Iñarritu y Claude Lelouch, entre otros, en una búsqueda de conectar diferentes lecturas sin necesariamente acudir al momento en el que los aviones chocan contra las torres. Como muchas veces sucede, lo que surge primero no necesariamente es bueno. Hoy no tiene más que un carácter museístico, sin embargo, se estrenó en Argentina y se pudo ver en cines con una salida en varias salas.
Otro ejemplo, y quizás más conocido, es el caso de “Farenheit 9/11” (2004) de Michael Moore, un documental apuntado a la caricaturización de George W. Bush en las puertas de una reelección. Hoy esta película es una historia marchitada por el paso del tiempo en más de una lectura: la urgencia del momento por destruir la imagen de Bush (a partir de su conexión con la familia de Bin Laden) ya no es tal, ni siquiera en términos de documentación puede sostenerse la historia ni el tono. Tampoco el montaje sobrevivió a los tiempos actuales, con los ojos de hoy parece un informe de un programa periodístico más que una película. Al pasar, podría decirse que el prestigio puede ser revisado, y si no pensemos cómo es que “Farenheit 9/11” ganó la Palma de Oro de Cannes.
En otro orden de linealidad, más asociada a la sustancia narrativa y verídica de los hechos, aparece “Las torres gemelas” («World Trade Center», 2006) de Oliver Stone. Siempre crítico y punzante, aquí el director de “Nacido el 4 de julio” («Born in the 4th of July», 1986) prefiere establecerse con unas estacas de sentimentalismo y homenaje a los héroes que murieron en cumplimento de su deber, sin siquiera rozar a la reflexión sobre el atentado. Las películas sobre personajes atrapados en un lugar del que no pueden salir eran casi ya un género en sí mismo, incluso para el momento de su estreno. Allí radica el gran problema de “Las Torres Gemelas”, porque podría tratarse de cualquier historia con hombres inmovilizados a los que les queda un tiempo límite para evitar la muerte. No importa dónde, si es un edificio, una mina o un sótano. El hecho que cambió al mundo para siempre Stone lo transformó en uno ordinario.
Un año antes, en 2005, Steven Spielberg estrenaba su película más oscura y menos amable de toda su filmografía: «Munich». La transparencia en el abordaje de un tema abrevia la posibilidad de fracaso en su tratamiento, y la historia del cine lo demuestra, los hechos más candentes tuvieron una mejor representación cuando aparecieron solapados o cuando se alcanzó una distancia para una reflexión. En «Munich» suceden ambas cuestiones que se prolongan en carriles paralelos. Por un lado, se cuenta la historia (no tan) secreta sobre el comando del Mossad, que mató a cada uno de los responsables ideológicos y financieros del atentado en los Juegos Olímpicos de Munich 1972, en el que 17 personas fueron asesinadas (once atletas israelíes, cinco terroristas y un policía). A la par de la estructura de thriller, de las transformaciones de los personajes y de las consecuencias de sus actos, se teje una red infinita sobre la relación del mundo occidental con el terrorismo. El plano final lo sintetiza, sin necesidad de refuerzo en diálogos o paratextos con placas aclaratorias.
“Vuelo 93” («United 93», 2006) de Paul Greengrass es la ficción más cercana al documental que tuvo el 11S, pero la gran diferencia es que no se focalizó sobre el atentado a las Torres Gemelas sino que retrató ¿la caída o derribamiento? del Vuelo 93 de United Airlines que también iba a ser objeto para atacar a un blanco, el mismo 11 de septiembre de 2001. El final fue distinto al de los dos aviones que se estrellaron en New York. Los pasajeros pelearon contra los terroristas, aunque nunca pudieron tomar el control de la aeronave, la cual cayó en un campo de Virginia. Greengrass, desde el uso de la cámara como si se tratara de un “registro de corresponsal de guerra”, llevó el pulso nervioso que ya había mostrado en “Domingo Sangriento” («Bloody Sunday», 2002) o en “La supremacía Bourne” («The Bourne Supremacy», 2004). La tensión y la angustia se sostienen a partir del recurso técnico, más que de los hechos, porque el conocimiento general atenta contra el suspenso posible que se puede construir desde lo narrativo.
El cine y los consumos (re) torcidos
A la par de las preocupaciones de los estudios de Hollywood por gestar proyectos directamente relacionados con los atentados, apareció la primera de las consecuencias fenoménicas. Las etiquetas, que tanto les gusta a los críticos estadounidenses, se superponen como hormigas tras una miga de pan. El “terror porno- tortura” tiene un revival con “El juego del miedo” («Saw», 2004), la saga creada por James Wan. Como en muchos puntos centrales de la historia del cine, el terror se erige para rescatar de la literalidad a las producciones para abordar las temáticas de una manera solapada, escapándole a la transparencia de cualquier realidad.
Tras el 11S, el miedo a lo sobrenatural se había perdido y la realidad había golpeado violentamente a la fantasía de cualquier ficción. El pavor tenía que partir de la propia carne, por lo que el cuerpo como campo de batalla renació como concepto. Lo hecho por Gershell Gordon Lewis a fines de los 60′ y Ruggero Deodato un par de décadas más tarde tuvo una reversión en películas como “El juego del miedo” («Saw», 2004) y “Hostel” (2005). En esas películas, la flagelación explicita, gráfica y exagerada tuvo un correlato como una manifestación hiperbólica derivada por la necesidad de un horror más tangible tras la experiencia traumática de la guerra en suelo propio. En las profundidades del exploitation surgieron réplicas de “El juego del miedo” (especialmente) que redujeron los engranajes narrativos pero expandieron los niveles de tortura sin reparar en sugerencias.
El J-Horror (como se conoció al cine de terror asiático) tuvo un eco en el cine occidental, en estrenos y presencias en festivales internaciones tanto como en remakes de esas películas. “La llamada” («The Ring», 2002) apareció casi un año después de los atentados, y contra todo pronóstico, llevó al extremo un nuevo tipo de miedo: la tecnología maridada con las tradiciones folklóricas o leyendas urbanas. La reproducción de este terror tuvo una vida corta, tan solo duró un puñado de años en la atención occidental. Mientras tanto en Asia, ese cine se expandió sin importarle los problemas y las consecuencias del terrorismo que se vivía al otro lado del mundo, algo que por cierto esas latitudes ya habían padecido.
La primera (¿y única?) reflexión
Poco más de una década pasó hasta que llegó “La noche más oscura” («Zero Dark Thirty», 2012) la primera película reflexiva, astuta y -a la vez- arriesgada sobre las consecuencias directas del 11S. La maestra Kathryn Bigelow, en ese momento reciente ganadora del Oscar (la única mujer en el rubro dirección) por “Vivir al límite” («The Hurt Locker», 2008) en el que retrataba el coqueteo con el miedo que disfrutaba y padecía, a la vez, un militar experto desactivador de bombas en Irak, tomó la decisión de redoblar la apuesta y reconstruir una historia posible sobre la cacería de Bin Laden.
El enemigo público número 1 de Estados Unidos fue muchos personajes para la historia de ese país: un aliado para combatir a los soviéticos a fines de los 80′, un socio comercial en los 90′ y, finalmente, el peor de los males del mundo encarnado en un solo cuerpo. La inteligencia de Bigelow (y de su guionista, el periodista Mark Boal) fue tejer una senda de transformación desde el punto de vista de un personaje: Maya, una agente de la CIA, interpretado por Jessica Chastain (su rol más frío, sobrio y potente), quien solo vive y respira para dar con Bin Laden. Desde su graduación en la secundaria no conoce otro trabajo que ser una agente de Inteligencia del Gobierno, y es de manera que su camino pasa de la dedicación a la obsesión en un largo período de su vida. ¿Se puede empatizar y horrorizar a la vez con ella? Por supuesto, y ahí está la clave para desprender del imaginario popular sobre Bigelow la idea de ser una directora “pro Estados Unidos”. Sus personajes son grises, no tienen una bondad descarnada ni tampoco una maldad caricaturizada, mucho menos existe un intento de reflejar una realidad. Porque, como se dijo, esta es una historia posible sobre la cacería del hombre más buscado del mundo.
En una escena se amaga con una chance de conocer más de su vida, vemos a su personaje tener una cena junto a una compañera (la única mujer que frecuenta en su trabajo) pero un atentado en el restaurante irrumpe no solo para destruir el lugar sino también para acabar con la única oportunidad de socialización en su vida. El plano final de su lágrima cayendo por debajo de sus Ray-Ban también generó una serie de malinterpretaciones, por supuesto dirigidas a su rol de torturadora sin atender a que la historia, más que la idea puntual de atrapar a Bin Laden, es sobre Maya. Joven, mujer, asesina, cerebral. La tesis de Bigelow es que no hay monstruos, todos son personas de carne y hueso, y en ellos el terror es inherente a la condición humana. La mejor película sobre el acontecimiento más importante del mundo occidental de las últimas dos décadas fue ignorada y malentendida. No podía ser de otra manera. El paso del tiempo no solo brinda una distancia con los objetos, también nos da la chance de reparar las injusticias.