El cine que no mira(re)mos

La preservación del patrimonio fílmico es un tema recurrente, pero se habla más de lo que se hace por cuidar a las películas, al menos, en Argentina.

Hace unos días, la Cinemateca Uruguaya celebraba sus 70 años de vida, tan cerca y tan lejos a la vez, se nos erige al otro lado del río una institución posible de imitar, las distancias están marcadas por las voluntades de personas que tienen a su cargo espacios, presupuestos y decisiones para crear nuestro propio espacio de cuidado para las producciones audiovisuales. La esperanza de una cinemateca argentina tiene su sustento material en lugares como el Museo del Cine Pablo Ducrós Hickens, institución que depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, los esfuerzos para sostener al museo pertenecen a un grupo de personas dirigidas por Paula Félix Didier. Ella, junto a la institución The Film Foundation y al laboratorio L’Immagine Ritrovata de Bologna, fueron los artífices que lograron recuperar uno de los clásicos más importantes del cine argentino.

“Prisioneros de la tierra” (Mario Soffici, 1939) debería ser una película totémica de nuestro cine, una de esas muestras gratis para los que amplifican sus delirios sobre la necesidad de extirpar el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) para que no se hagan más “bodrios”. Hasta su restauración en 2018, solo algunas crónicas podían dar cuenta de un éxito de taquilla y de crítica, pero muy pocos podían decir que la habían visto en una calidad óptima o, al menos, razonable.

En el marco del BAFICI 23 se puede ver esta copia digital presentada originalmente en el Festival Internacional de Mar del Plata de 2018.

“Prisioneros de la tierra” fue una de las tantas películas que los Estudios Pampa produjo. Desde 1936, asumió el riesgo de presentar diferentes historias enmarcadas en todos los géneros de la época y con estrellas populares. Es así, que la aparición de esta superproducción generó sorpresas al tratarse de una película de época sobre los trabajadores yerbateros y su explotación por parte de terratenientes a principios del Siglo XX (precisamente, esta semana algunos productores del “campo” aparecieron en la televisión añorando ese sistema de trabajo vetusto y abusador carente de derechos laborales).

La mirada de Soffici sobre el trabajo de los mensúes (así se los llamaba a los trabajadores de yerba mate) es un lienzo que se estira para nutrirlo de personajes sometidos, amores condenados al fracaso y el resentimiento de una clase social que se cree dueña de todo aquello que se les presenta en el horizonte. El cine argentino, que produjo películas sonoras desde 1933, en sus primeros años se concentró prácticamente en el hermetismo de la Capital Federal y en las cuatro paredes de los estudios de filmación.

De esta manera, “Prisioneros de la tierra” se constituye como un antecedente fundacional del cine político y social que mira al Interior, en un tiempo en el que los límites territoriales estaban circunscriptos a los de un puerto y unas cuantas calles. Como los grandes autores, Soffici recubre la mirada expositiva de una problemática con líneas narrativas que ofician de sustancia, las cuales sostienen el contexto presentado. El amor prohibido, el anhelo a una vida mejor y el deseo incontrolable son maldiciones para los trabajadores, es de esta forma que Podeley (Ángel Magaña) está sentenciado desde el inicio, aunque viva su amor con Chinita (Elisa Galvé) en la mayor de las efervescencias, pero en la peor de las condiciones humanas.

Hay un paralelismo entre la idea conceptual del cine que “filma para el futuro” y la de Soffici de pensar el pasado para poder reproducirlo como documento para las generaciones venideras. Si nosotros (parte de las generaciones posteriores) no ideamos modos de construir un espacio institucional que preserve el archivo fílmico y audiovisual del país estaríamos rompiendo esa cadena, algo que ya sucede desde el momento en el que no se cumple la ley de poner en funcionamiento una cinemateca.

En Argentina se perdió el 90% de la producción de cine mudo y también el 50% de las películas de la etapa sonora, cifras que por sí solas deberían poner en marcha los engranajes, sin embargo, aquí estamos: en la pelea por no apagar del todo los interruptores de la fábrica que puede producir ese futuro del cine.