El extraño fenómeno que viene registrándose en distintas ciudades del planeta en los últimos años, se vio significativamente intensificado en tiempos de cuarentena y fue recientemente atribuido por la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio (NASA) al choque entre masas de aire calientes y frías en la atmósfera.
En efecto, viralmente conocido como «the hum», con 26 casos registrados en el país entre 1960 y 2019 y otros tantos documentados en todo el mundo es, en palabras del investigador Luis Burgos (fundador de la Fundación Argentina de Ovnilogía), un «conjunto de fenómenos de zumbidos persistentes de baja frecuencia, no audible para todas las personas» que, sin embargo, fueron documentados en varios videos que se volvieron virales. En cuanto a si hay alguna relación entre la cuarentena y el aumento de los registros, Burgos no pudo precisarlo, aunque aseveró que se repite desde hace muchos años. «Ahora hay una verdadera avalancha de reportes, acompañados en muchos casos de grabaciones que terminaron conformando un dossier digno de estudio», agregó.
Desde Tucumán a Córdoba pasamos por Rosario, Venado Tuerto, Bahía Blanca, Chaco, Santa Fe, Ayacucho, Dolores, Mercedes, Coronel Suárez, Olavarría, Bolívar, Chivilcoy, Quilmes, Gualeguaychú y llegamos hasta Tierra del Fuego, «el fenómeno no es atribuible a una fuente cercana específica», sostiene Burgos, que hace más de 50 años investiga estos temas. Y si bien la NASA dio una explicación, para Burgos la misma deja «gusto a poco» y reclama una investigación oficial.
También mundialmente bautizado como «las trompetas del Apocalipsis, los sonidos del cielo», el testimonio abunda con detalles de temblores y luces acompañando el sonido.
«Después del virus, llegó el apagón. Todo quedó desconectado, desmembrado. Redes, teléfonos, electricidad. Todo. Y no demoró mucho en brotar la locura, el caos colectivo. Saqueos, violencia, agitación, estado de sitio.
Luego una breve calma. Pero una calma rayana en la paranoia: nadie salía, los que ya estaban encerrados ahora estaban más encerrados y con pánico, ni siquiera podían abastecerse de comida y medicinas. Solo pasaba el ejército anunciando que a determinadas horas suministraría tales insumos básicos, una vez por la mañana y otra por la noche. Cuando se salía en esos breves lapsos, el otro, el vecino, ahora era un enemigo más con el cual competir. Y desconfiar.
Nadie se enteraba de nada. La fuerza militar no daba información, solo que ‘se estaba investigando y procediendo a solucionar, que se quedaran tranquilos, que todo volvería a la normalidad…’. Pero la normalidad ya no era recordada, habían dicho lo mismo sobre el virus, que serían dos semanas, un mes, cuarenta días… que se iría con el verano, que en un año habría una vacuna. Nada de eso llegó, y todo fue a peor. Los paranoicos elaboraron toda serie de argumentos: que era un plan de aniquilación del gobierno, tal vez mundial, que había empezado la Tercera Guerra Mundial, que nos invadían los alienígenas…
Y cuando nada hacía suponer que aún se podía bajar más dentro del abismo, llegó el zumbido. Viralizado como el mismo virus, se hizo eco en todo el globo. Y con el zumbido llegaron también las luces. El cielo empezó a rugir. Parecían sonidos de un cuerno cósmico, inmensamente distante y cercanamente profundo a la vez. Casi íntimo. El sol se ocultó por tres días y tres noches. Y la gran señal, la gran estrella, surcó el infinito, rasgó el cielo, mutiló las estrellas que cayeron intempestivas al océano, que gritó de una agonía muy reprimida e inundó costas, ciudades, países enteros en horas. ‘Es el día del juicio’, decían…»
«Es el fin del mundo…»
«Las alarmas sonaron en todos lados. El terror se apoderó de cada cuerpo. Y de cada alma. Los más ateos, desesperados, deseaban poder creer en algo o en alguien. Llovían meteoritos y lo que no arrasaba el agua, lo hacía el fuego. La amenaza no tenía rostro, no había a quién echarle culpas: podía ser una guerra propiciada por algún demente que aprovechaba el momento… o quizá algún tipo de ajuste cósmico hacia la humanidad…
Como sea, el zumbido empezó a perforar los tímpanos… algunos no lo toleraban y se quitaban la vida… otros pedían piedad por sus almas y las del planeta. Tras la lluvia de cenizas, aparecieron los truenos y relámpagos, que no eran normales, ya nada lo era, estos eran ensordecedores y cegadores… helaban la sangre. La tierra tembló, el mundo entero se sacudió y partió… ríos de lava. Y luces, destellos parpadeantes y vertiginosos en un cielo agujereado, que se llevaban a algunos. Había
gente desaparecida y desvanecida en esa profusa garganta negra junto con el resplandor.
Después, la luz volvió. La señora recuperó lentamente el aliento. Había mucho silencio desde que el virus obligaba a todos a permanecer en sus casas. Ahora podía volver a encender sus dispositivos que la mantenían ajena al zumbido y las luces del hostil mundo exterior. Y le pedía a Jesucristo, su Señor, que no permitiera que se le volviera a cortar el suministro eléctrico para no tener que ser víctima de su caso aún más amenazante universo interno. En un rapto de conciencia, se preguntó si tal vez ambos -interno y externo- no eran lo mismo.
De pronto, el zumbido fue insoportable. Brotaba desde dentro de su mente y le provocaba un fuerte dolor en el pecho. Decidió subir el volumen de su televisor al máximo».
Artículo elaborado especialmente para puntocero por Alejandro Di Vagno.