Alejandra Pizarnik, la enamorada del lenguaje

Flora, Buma, Sasha, Blímele, Bicho… múltiples formas de designar a una sola persona… Alejandra, la poeta maldita, “la viajera del desierto”, la “heredera de todo jardín prohibido”, “la hija del viento”…
Flora Alejandra Pizarnik es considerada una de las mejores poetisas que recibió la Literatura del Siglo XX.
Nació en Avellaneda un 29 de abril de 1936 y la callecita Lambaré, donde estaba ubicada su casa de la niñez, aún conserva vestigios de la energía y el aura mítica de Alejandra.
Los que la conocieron profundamente cuentan que amaba coleccionar cuadernos y lápices, que poseía una personalidad ecléctica y lamentan que solo se la recuerde por su matiz más depresivo y desarraigado de la vida, ya que solía ser muy chistosa e ingeniosa en el trato con los otros. La gente quedaba fascinada con su humor, con su imagen andrógina y sus grandes ojos verdes y curiosos.
La razón de su vida fue literaria. Las “perras” palabras, como supo llamarlas, la envolvían, le tendían trampas, la asfixiaban…pero también la protegían, le procuraban creaciones magistrales, le proponían un “enlace” con la vida, que tanto le dolía desconocer.
En una de las tantas correspondencias que Alejandra intercambió con el gran Cronopio, este la interpelaba con la frase “El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos”, tratando que, como ella misma rezaba en sus poesías, se convierta en “la muchacha que halla la máscara del infinito y rompe el muro del lenguaje”. Pero no fue posible para Alejandra. El sufrimiento para ella era una defensa contra el hastío, era su modo de vida.
Buscaba la salvación en amores míticos y fantasmales. Tal vez una de sus pasiones más intensas fue la que sintió por la cuentista argentina Silvina Ocampo, a quien admiraba y cortejaba en forma casi desesperada y enfermiza. “Oh Sylvette, si estuvieras. Claro es que te besaría una mano y lloraría, pero sos mi paraíso perdido. Vuelto a encontrar y perdido. Al carajo los greco-romanos. Yo adoro tu cara. Y tus piernas”, expresaba en una carta dirigida a la mujer de Adolfo Bioy Casares.
Tuvo muchos amantes, amores no correspondidos por los que sufría vehementemente y en los que buscaba la salvación: “…pensé en esa persona de la que no quiero enamorarme. Y las ganas de llorar subieron porque supe, más que siempre, que esa persona puede salvarme, si tan solo me amase. Lo cual es imposible, porque si me ama desaparece su imposibilidad y mi amor, por consiguiente”.
Los temas que la atormentaban y daban vida a sus profundas poesías rondaban alrededor de la muerte, la infancia perdida, la búsqueda del amor imposible y salvador, la angustia, la locura y principalmente la distancia entre el deseo y el acto. “El mundo es horrible, y mi vida no tiene, por ahora, ningún sentido. (No obstante, creo que nadie ama la vida más que yo. Solo que entre mis sueños y mi acción pasa un puente insalvable. He aquí la causa de que yo deba desangrarme como un animal enfermo, detrás de la vida)”, pronunciaba en sus diarios.
Alejandra soñaba con una vida excepcional. Se lamentaba por tener que trabajar para ganarse la vida (“Trabajar para vivir es más idiota que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión ganarse la vida como sinónimo de trabajar. En dónde está ese idiota”), y sentía que cualquier oficio que no tuviera relación con el arte literario le robaba su tiempo.
Sentía un gran temor y desprecio a lo que muchas mujeres de su época veían como un destino feliz y añorado: “Y aún ahora me parece absurda la vida de casi todas las mujeres de mi edad: amar o esperar el amor, cristalizado en un hogar, hijos, etc. Es más, todo me parece absurdo: tener un empleo, estudiar, ir a reuniones, etc. Siempre he sentido que yo estaba designada o señalada para una vida excepcional. No sé cómo saldré de todo esto, si llegaré a salvarme o si lo mejor será suicidarme ahora mismo […] Si yo despertara, haría, posiblemente lo que hubiera  hecho de no haberme vendido al demonio de los ensueños: casarme con un comerciante judío, vivir en algún suburbio depresivo y trivial, tener un buen receptor de televisión y uno o dos hijos. Soñaría con un automóvil y me preocuparía por el funcionamiento digestivo de mis hijos. Mis diversiones serían el cine (americano y argentino) y los casamientos. Por lo menos es algo. Es mucho más real que mi vida”.
Amaba la literatura francesa y vivió cuatro años en París, donde entabló una estrecha relación con Julio Cortázar y Octavio Paz, a quienes admiraba profundamente. Octavio Paz escribió el prólogo de «El Árbol de Diana» y Cortázar le confió los manuscritos de «Rayuela» para que los pasara a máquina y pudiera obtener, de esta forma, un poco de dinero para mantenerse. En una carta a Silvina Ocampo manifestaba su admiración por estos escritores: “No dejes de verlo a Julio, no dejes de decirle que por llorar gracias a él pude respirar como la reina de los respirantes, no dejes de decirle que el mero hecho de que él, Julio, exista en este mundo, es una razón para no tirarse por la ventana. Julio, vos, Adolfito, Octavio…y me digo: ellos aseguran tu mundo vertiginoso e inclusive te ayudan a respirar”.
Sus influencias literarias más importantes eran el Conde de Lautréamont, Rimbaud, Artaud, la corriente surrealista y su exponente André Bretón, Dostoievski y Kafka, entre otros.
Mostraba un gran interés por el psicoanálisis, que la llevó a tener dos grandes análisis a lo largo de su corta vida, primero con León Ostrov y luego con Pichón Riviere. Con ambos entabló un vínculo caracterizado por la ambivalencia amor-odio, típica de las relaciones transferenciales entre analista y analizante. Con Ostrov mantuvo correspondencia durante muchos años, y fue un gran pilar para Pizarnik en su estadía en París. Luego de la muerte de la poetisa, Ostrov habría comentado: “como si yo hubiera entrado en el mundo mágico de Alejandra, no para exorcizar sus fantasmas sino para compartirlos y sufrir y deleitarme con ellos, con ella. No estoy seguro de haberla siempre psicoanalizado; sé que siempre Alejandra me poetizaba a mí…”.
Respecto a Pichón Riviere, dedicó poesías y escritos en su nombre. En «Sala de Psicopatología», texto escrito por Pizarnik mientras se encontraba internada en el Hospital Pirovano, expone: “…estos mediquillos jamás sabrán conocer (la profundidad cuanto más profunda más indecible) y los puteo porque evoco a mi amado viejo, el Dr. Pichón R., tan hijo de puta como nunca lo será ninguno de los mediquitos (tan buenos, helás!) de esta sala, pero mi viejo se muere y estos hablan y, lo peor, estos tienen cuerpos nuevos, sanos (maldita palabra) en tanto mi viejo agoniza en la miseria por no haber sabido ser un mierda práctico […] cómo te adoro en tu tortuosidad solamente parecida a la mía…”.
Para Alejandra, la vida era una jaula y solo deseaba que se vuelva pájaro. Solo quería ver el jardín, solo quería que la acunen, solo quería ser Alejandra. Deseaba ser amada, salvada, ser excepcional. Pero se enredó en los hilos del lenguaje y no encontró una Ariadna que le regalé el ovillo que le diera la posibilidad de huir de su propio laberinto.
Tanto le dolió la vida, que creía que su soledad debería “tener alas”. Se animó a refutar al gran Bretón al decir que las palabras no hacen el amor, sino la ausencia y a responderle a Rubén Darío sobre la causa de la tristeza que abrumaba a la princesa de su famosa Sonatina: “Ella está triste porque no está”. Esa era Alejandra, la que miraba una rosa hasta pulverizarse los ojos.
El 25 de septiembre de 1972 decidió terminar con su vida ingiriendo 50 pastillas de Seconal, en una de las salidas transitorias del hospital psiquiátrico en el que estaba internada. En la pizarra del departamento de la calle Montevideo, donde encontraron el cuerpo de Alejandra, se hallaron los últimos versos de la poetisa, recordando a su amado Lautréamont y reforzando su idea de no poder “hallar el fondo”, de sentirse siempre cayendo al vacío interminable que era para ella la vida:
“Criatura en plegaria/rabia contra la niebla/escrito en el crepúsculo/contra la opacidad/no quiero ir nada más que hasta el fondo/Oh vida/Oh lenguaje/Oh Isidoro”.
Murió Alejandra pero nació el mito. Y el ovillo de palabras que desenredamos en cada uno de sus poemas trasciende a la ambigüedad del lenguaje.