En 1985, la democracia argentina era joven y nerviosa. Había pasado apenas un año desde la asunción de Raúl Alfonsín, y el país se debatía entre el deseo de reconstrucción institucional y la persistencia de heridas abiertas. Mientras el Juicio a las Juntas capturaba la atención de los medios y la inflación comenzaba a marcar el pulso cotidiano, una película se colaba con sigilo por el patio trasero del cine nacional: «Esperando la Carroza», dirigida por Alejandro Doria y escrita por Jacobo Langsner (adaptada, a su vez, de su propia obra de teatro), emergía como una comedia desopilante que, sin embargo, decía más de lo que parecía.
La historia es sencilla en apariencia: Mamá Cora, una anciana en el ocaso de su vida, desaparece luego de sentirse rechazada por sus propios hijos. La noticia de su desaparición seguida de supuesta muerte desata una reunión familiar cargada de miserias, reproches y tensiones de clase. Todo sucede en una casa humilde del barrio porteño de Versalles, en un solo día. Pero en esa jornada concentrada de gritos e insultos, se despliega una radiografía feroz de la familia argentina y sus rompecabezas de clases, venidas a menos. La película, como quien no quiere la cosa, expone los resabios autoritarios del hogar, las contradicciones de una sociedad que se quiere moderna pero arrastra estructuras conservadoras, y el cinismo de una moral que se enuncia en voz alta mientras se practica todo lo contrario.
No es casual que Alejandro Doria decidiera adaptar la obra teatral de Langsner en ese momento. El teatro rioplatense había cultivado desde los años 60 una veta de humor negro, grotesco criollo y sátira de costumbres -con autores como Carlos Gorostiza, Roberto Cossa y el propio Langsner- que permitía hablar del país sin necesidad de nombrarlo. «Esperando la Carroza» retoma esa tradición, pero la eleva al cine con una precisión quirúrgica. Cada escena, cada diálogo, está calculado para exponer el ridículo sin abandonar el verosímil. Esa tensión entre lo risible y lo real es lo que le otorga profundidad a la película.
En esa Buenos Aires de azulejos rotos y cortinas pasadas de moda, la clase media aparece como un personaje más: histérica, temerosa, contradictoria. La película pone al descubierto su hipocresía sin piedad, pero también sin crueldad. No hay villanos ni héroes en esta farsa: hay gente arrastrando su decadencia con una mezcla de vergüenza, nostalgia y soberbia. El relato no juzga con superioridad moral: se ríe desde adentro, porque sabe que todos -de algún modo- somos parte de esa escena.
La figura de Mamá Cora es el eje simbólico del conflicto. Anciana, inútil para el sistema productivo, maltratada por su familia, y sin embargo viva, presente, lúcida. Su aparente desaparición es el disparador para que todos los demás se enfrenten con lo que no quieren ver: que no saben qué hacer con ella, que no la quieren cargar, que no hay lugar para los viejos, ni en la casa ni en el afecto. Mamá Cora es la abuela desplazada de un país que no termina de resolver qué hacer con su pasado, que avanza mirando por el espejo retrovisor. No es extraño que, en el contexto de una sociedad que comenzaba a revisar sus propias desapariciones, la comedia encontrara eco en esa angustia soterrada.
Lo que hace de «Esperando la Carroza» una obra mayor no es solo su capacidad para hacer reír -aunque eso ya sería bastante- sino su habilidad para colarse como un espejo incómodo. En cada grito de Susana, en cada exabrupto de Antonio, en cada mirada perdida de Elvira, el público se reconoce. Las frases que el film dejó en la memoria colectiva -«¡Tres empanadas!», «Yo hago puchero, ella hace puchero», «¿Dónde está mi amiga?»- se volvieron citas nacionales no por repetidas sino porque condensan un malestar real, una forma muy argentina de vivir en familia: al borde del colapso, pero sin estallar del todo.
La película fue un éxito modesto en su estreno, pero con los años se convirtió en un fenómeno cultural. Se proyectó en televisión abierta durante décadas, fue analizada en escuelas y universidades, y dio lugar a infinidad de homenajes, memes y nuevas lecturas. El elenco -una verdadera constelación de talentos: China Zorrilla, Luis Brandoni, Antonio Gasalla, Julio De Grazia, Betiana Blum, Juan Manuel Tenuta- dejó interpretaciones insuperables. Pero lo que convirtió a la película en mito no fue su reparto ni su guion ajustado: fue su capacidad de síntesis. En apenas una hora y media, «Esperando la Carroza» dice lo que muchas tesis sociológicas no se animan a admitir: que en la mesa familiar se cocina la política del país.
En esa casa vieja de Versalles hay un retrato del Estado que se desentiende de los frágiles, de la clase media que no quiere caer pero ya cayó, de la democracia que intenta organizarse entre ruinas afectivas y materiales. En cada empanada que falta, en cada insulto que estalla, se escucha el eco de una Argentina que nunca termina de irse del todo ni de llegar a ningún lado.
El legado de la película va más allá del culto. «Esperando la Carroza» no solo sobrevive: se resignifica. Hoy, en tiempos de polarización, ajuste económico y nuevas formas de exclusión, la película sigue interpelando. ¿Quién se hace cargo del otro? ¿Qué hacemos con los cuerpos inútiles para el mercado? ¿Dónde se aloja el deseo de pertenecer cuando ya no se tiene nada? ¿Y cuántas veces más vamos a discutir por tres empanadas?
Como en las grandes obras, lo que parece costumbrismo es tragedia. Lo que parece sátira, es diagnóstico. Alejandro Doria no dirigió una comedia: filmó una alegoría sobre un país fracturado, que se ríe porque no sabe cómo llorar. En ese gesto, acaso esté su gesto más político: haber comprendido que, a veces, la risa también es una forma de resistencia.
Artículo elaborado especialmente para puntocero por Martín Suviela.