Queremos tanto a Julio

Un día como hoy, 100 años atrás, abría sus grandes ojos azules al mundo el hombre que nos enseñó que para llegar al cielo se necesitan como ingredientes una piedrita y la punta de un zapato.

Su juego empezó en la Tierra.

Simple, profundo, amante de las charlas de bar, del París mítico y nocturno que tanto lo enamoraba e inspiraba para volcar en sus obras la originalidad y genialidad de su pensamiento y creatividad.

Nacido en Bélgica, los primeros pasos los aprendió en la Rayuela del patio de su casa de Barcelona para luego avanzar y leer sus primeros libros en Banfield; enseñando su sabiduría en Chivilcoy y más tarde tiró la piedrita y cayó en el casillero de Pont des Arts donde un día, mágicamente, se cruzaban en su fantástica imaginación la chica curiosa uruguaya y aquel hombre que creía que un encuentro casual entre ellos era lo menos casual en sus vidas: surgía el mito de Cortázar cambiando la historia de la literatura para siempre.

Sus dioses estaban también en la Tierra, y podía deleitarse horas escuchando a Charlie Parker y pensando en cómo la noción del tiempo podía variar cuando emprendía un viaje en el metro parisino. Las cosas para él «no estaban dadas» y allí radica el principio de su invaluable y magnífica obra. A partir de esta noción diferente del tiempo se engendraba “El Perseguidor”, texto que definió como su primera Rayuelita, relato donde un hombre a partir de una fatalidad biológica que lo ha hecho nacer se mete en un mundo que no acepta. A partir de allí surgen los interrogantes y los pensamientos metafísicos que se tratan en el cuento, como posteriormente en “Rayuela”. Johnny, Oliveira, Morelli… personajes que inmortalizaron la voz y pensamiento de aquel joven de barrio que presentó su cuento “Casa Tomada” a Jorge Luis Borges cuando dirigía “Los Anales de Buenos Aires”.

«Yo dirigía entonces una revista, ‘Los Anales de Buenos Aires’, una revista ahora indebidamente olvidada, que pertenecía a la señora Sara de Ortiz Basualdo, y él me llevó un cuento, ‘Casa tomada’; al cabo de una semana volvió. Me pidió mi opinión y yo le dije: En lugar de darle mi opinión, voy a decirle dos cosas: una, que el cuento está en la imprenta y dentro de unos días tendremos las pruebas; y otra, que ya le he encargado las ilustraciones a mi hermana Norah», relató Borges.

Historias de saxofonistas, axolotl, boxeadores, embotellamientos eternos en las autopistas, pulóveres azules sofocantes y casas tomadas; cronopios que viven el mismo mundo donde las famas y esperanzas los escuchan cantar sus canciones preferidas perdiendo la cuenta de los días. Desde el lado de aquí, escribiendo sus primeros poemas bajo el pseudónimo de Julio Denis y desde el lado de allá afirmando que el vicio de leer es peor que el tabaco. Siempre Cortázar, con barba o sin barba, antes o después de «Rayuela», siendo a veces Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde, casado con Aurora o Carol, entablando amistad con Gabriel García Márquez y disfrazándose de vampiro o elucubrando sobre Lautreamont con Alejandra Pizarnik, desde la tierra o el cielo de la rayuela.

«Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias; Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción», decía el recordado y también exponente del Boom Latinoamericano, Gabriel García Márquez.

Desafiando a toda lógica y al mismo Julio Verne, para él la vuelta al día era en 80 mundos, diversidad fascinante que convivía en su ser y que lo llevaba a elucubrar universos extraordinarios donde lo fantástico atraviesa el eje de sus relatos, como él mismo testimoniaba, sucedía también en su propia vida. Cuando murió en febrero de 1984 en la ciudad de París, en Buenos Aires hubo una invasión de mariposas debido a una oleada de calor que provocó la migración, explicaron los científicos. Si bien ha habido veranos mucho más calurosos que el de aquel año, el fenómeno no ha vuelto a repetirse. ¿Casualidad? El término lo hubiese escandalizado.

«Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante. Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico».

Español, inglés, francés, gíglico…no hay lenguaje ni idioma que no pudiese dominar y moldear para eclipsar a sus lectores. Cortázar era simplemente Cortázar, y esa denominación ya contiene la magia en sí misma. No se culpe a nadie…

«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios» (capítulo 68, «Rayuela»).

Si bien su obra fue vasta y variada, «Rayuela» sin dudas fue su creación más famosa y recordada. El club de la Serpiente, las citas de Morelli, la relación entre La Maga y Oliveira, el bebé Rocamadour, entre otros temas, volvieron a la novela un culto de lectura obligatoria. El clima parisino, el humo de los Gauloises, el olor a humedad de la habitación donde Lucía y Oliveira hacían el amor y se enredaban en charlas metafísicas donde La Maga terminaba avergonzándose de su aparente ignorancia y olía a Pola en la ropa y en la mente de Horacio, fueron los ápices que atraparon a toda una generación que se rindió de pies ante el talento de aquel muchacho ocurrente que decía que en todo espiral hay un cronopio escondido.

Hoy, a cien años de su nacimiento, la obra de Julio se convirtió en un legado importante para el bagaje cultural de la humanidad.

De desde el plano fantástico, donde debe estar delimitando personajes y soñando nuevos universos, lo imagino manejando su «dragoncito» junto a su eterna compañera la «Osita», esquivando toda lógica en su travelling onírico, fumando un Gauloise con Oliveira, escuchando a Charlie Parker, recriminándole a Teseo que haya matado al Minotauro y extrañando a la juguetona Flanelle que los espera en el departamento de la Rue Martel.

El 12 de febrero de 1984 Julio Cortázar cerraba sus grandes ojos azules en la ciudad de París. La piedrita cayó en el Cielo, y la «Rayuela» vuelve a comenzar.