Se nos dio, se te dio

Ya pasaron varios días de ese sábado 10 de julio, febril y ardiente en las calles argentinas. Cómo olvidarme de los pequeños pueblos o en todos los lugares donde flameó la bandera celeste y blanca. Esa misma que refiere a un territorio, pero del cual muchos hablaron mal por las condiciones de vida, pero ese día agradecieron nacer allí. También para aquellos que no llevan ese delicado pedazo de tela en andas, pero lo sienten en las venas desde donde estén, y no me quiero olvidar de los otros, esos que residen en un lugar incógnito para nosotros, pero hicieron caravanas festejando algo ajeno, pero que también lo sintieron propio.

Antes que nada, le pido perdón al lector o lectora por no llevar adelante las normas periodísticas y, dicho sea de paso, a los colegas por si creen que estas líneas son antiestéticas, pero esto sale del corazón. Es que pertenezco a una generación que siempre envidió a los mayores. Puede sonar duro, pero es así. Soy de la generación del 90′ y amante de ese deporte de once tipos corriendo atrás de una pelotita. Sí, del bendito fútbol que a muchos los que lo sentimos nos hizo cambiar planes por un partido, afrontar de otra manera la semana por un resultado y muchas cosas descabelladas por seguir un juego.

Sin embargo, en todo este tiempo, los de esta generación vimos cómo un país se une cuando llega un Mundial o una Copa América. En la mesa familiar nos contaron del Diego, del «Bati», de Claudio Pol Caniggia y los campeonatos internacionales. Es que nosotros no llegamos a verlos, y los que sí habíamos nacido nos acordamos de Francia 1998 en adelante. Sufrimos el Mundial de Corea-Japón, más allá de los horarios del partido, porque queríamos ver campeón a esa Argentina que nos contaban nuestros padres. Y no se daba.

Apareció un pibe. Decían que era argentino, como nosotros, pero era más reconocido en España. Lo vimos debutar e irse expulsado con la mayor. También tirar paredes con Juan Riquelme o gambetear rivales, pero no lo vimos levantar la copa. Fue a un Mundial y, en el partido que más lo necesitamos, lo dejaron afuera. Sentado. Despedazando ilusiones, como las nuestras en casa.

Fue tomando experiencia. Ganó todo lo que quiso afuera y nos volvíamos a ilusionar de que este era nuestro año. Llenábamos el Estadio Monumental o uno del Interior con las Eliminatorias Sudamericanas, pero otra vez nos quedamos afuera. Estábamos resignados. Es que esta no era la Argentina de Mario Kempes, de Jorge Burruchaga ni de todos los que le dieron la alegría a una sociedad. Sin embargo, el apoyo fue incondicional, hasta en momentos donde parecía que no nos íbamos a codear con los mejores del mundo.

Fuimos paso a paso. Con un equipo de figuras internacionales y, de golpe y porrazo, nos encontramos en una final. Era nuestra oportunidad y qué mejor que en Brasil con todo un estadio en contra. Otra vez, la vida parecía no querer que disfrutemos de ese sabor majestuoso de ser campeón. Nuevamente, este chico que rompía récords y su camiseta estaba en todas las calles del mundo nos hizo ilusionar en América, y no una, sino dos veces. Pero tampoco se dio.

Renunció a la selección por las críticas, pero volvió cuando las «papas quemaban». Pasó otro Mundial y otro campeonato sudamericano, con la ilusión intacta y el corazón de piedra. Si fueron 3 finales perdidas, había lugar para una cuarta. Llegó una pandemia, el mundo se paró. El fútbol de a poco volvió y ya teníamos los ojos en la Copa América que se jugaría en Argentina y Colombia. Las vueltas de la vida hizo que se vaya de nuestras tierras para la cuna del “Jogo Bonito”.

Muchos quedaron en el camino, sea dentro de la cancha o en la tribuna. Otros nos volvíamos a ilusionar. Paso a paso. Fuimos avanzando hasta encontrarnos en otra final. La llama de la esperanza intacta, como también los fantasmas de casi 28 años. Pudimos gritar un gol gracias a Ángel Di María, defenestrado por la prensa, y tuvo su revancha, pero el temor seguía. Se nos vinieron y desde nuestras casas, despejamos todo para aferrarnos a la ilusión. El tiempo no pasaba más y no quedaron uñas por morder.

Tuvimos la chance del segundo, gracias a este monstruo chiquito que apodan «Lio». Ojo, no vaya a ser cosa que estos brasileros nos empaten y perdamos otra final. Brasil estaba sin ideas y aportaron su granito para resistir lo más que se pueda. Hasta que llegó el final. Descontrol por doquier, pero todos lo seguíamos a él, para ver qué hacía. Era un nene de 5 años con chiche nuevo. Nosotros, volvimos a creer en la mano de Dios. Es que se nos dio y se le dio, ¡carajo!

Artículo elaborado especialmente para puntocero por Facundo Olguín.