Adiós, María

Rara vez aparece en el horizonte actoral la posibilidad de encontrarse, apreciar y dejarse poseer por el talento inconmensurable de una actriz del tamaño de María Onetto, quien partiera recientemente, dejándonos en un estado de orfandad absoluta.

Su apropiación carnal de cada personaje que le tocaba en suerte, ese decir tan especial que la caracterizaba, su capacidad de conmovernos en escena y proyectarnos hacia la luz de cada una de sus experiencias, su histrionismo para lograr deponer todas nuestras defensas, todos nuestros prejuicios y abalanzarse sobre nosotros, espectadores, con su dulzura, su calidez, a veces su angustia más atormentada, su convicción más firme, habla a las claras que fue única en su generación.

Actríz en estado de gracia suprema, quien nos envolvía cual arrullo con sus caracterizaciones, haciendo el amor con nuestros sentimientos y nuestras sensaciones.

Ir a verla a María en el teatro constituía una experiencia única, una especie de ceremonia, un ritual religioso que conjugaba todos los elementos del hechizo colectivo, mediante el cual lograba abducirnos de nuestra cotidianeidad, para lograr introducirnos en ese mundo tan mágico que nos proponía.

Afortunadamente, dejó su trabajo también registrado en el cine, cuya importante filmografía excede el motivo de este homenaje.

Por eso, hoy María, ¡te digo gracias!