Por qué y por cuánto hacer un festival de cine

Me enamoré de los festivales de cine hace años, en particular, en el primer viaje que hice sola en mi vida. Fue al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata unos pocos días, con muy poco dinero en el bolsillo y a un hotel bien lejos del Auditorium, que me invitaba a caminar un par de decenas de cuadras cada día. Desde ahí la relación es cada vez más cercana y se expande a cada uno nuevo que descubro.

Pero mientras una es espectadora, disfruta y señala las particularidades de cada edición, hay un equipo de trabajadores y trabajadoras que corren de un lado a otro (es increíble la cantidad de veces que se repite el verbo «correr» en esta nota). En Cosquín, Roger Koza probablemente se teletransportaba para presentar cada función, en Mar del Plata no termino de entender cuánto duerme Pablo Conde. Durante el año, no sé cómo hace Alejandro Tévez para guardar el secreto de la programación mientras escribe el catálogo, y así los ejemplos sobran.

En esta ocasión, invité a conversar a quienes hacen estos festivales, para reflexionar sobre su trabajo a través de tres ejes: por qué lo hacen, cuánto invierten de su tiempo y dinero, y cuánto les retribuye hacerlo. Además de «correr», otras palabras que se repiten son «cineclubismo» y «pasión».

¿Por qué te dedicás al trabajo en festivales?

En tiempos en los que parece que el sentido de hacer algo solo se justifica desde lo estrictamente económico, este panorama de motivos es un oasis. Pablo Conde (director artístico del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) dice: «Porque, cuando puedo, hago lo posible para mirar al público viendo la proyección de algo especial en la pantalla. Lo recomiendo: es el por qué más poderoso.

Siempre supe que quería dedicarme al cine, tardé poco en darme cuenta que me interesa más difundirlo que hacerlo. Quizás sea el haber trabajado en un videoclub de adolescente, desplegando mi obsesión, recomendando películas a diestra y siniestra. Quizás haya sido el iniciar una carrera de cineclubista pocos años después, dando una excusa a la gente para hacer algo en los aciagos domingos fueguinos.

Creo fervientemente que hay que contagiar lo que te gusta, lo que te impacta, te conmueve desde algún lugar: contagiar alegría. Los festivales de cine permiten eso y muchísimo más: el encuentro entre cineastas, elencos y públicos, espacios de encuentro y pertenencia, etcétera. Pero, bien entendidos -tras despojarse de lo cotidiano, pedirse días en el trabajo, faltar a clase o lo que sea para poder dedicarse a pleno a ellos-, los festivales son pura pulsión de vida. Nada más vital que correr para llegar a tal proyección, salir y debatir con tus amistades lo visto, conocer gente nueva, encontrarte con viejos ídolos y conocer nuevos.

Creo que no hay mejor espacio que el de los festivales de cine. Y ver desde bambalinas una sala con trescientas, quinientas o mil personas viviendo lo mismo a la par, en comunidad, es conmovedor. Ver las caras de quienes salen de la sala mientras se proyectan el rol de títulos, no tiene precio. Cruzarte con gente que te cuente lo que le pasó con tal o cual película es insuperable. Quienes vivieron la experiencia festivalera saben de lo que hablo. Quienes no, no se lo pierdan: se van a encontrar ahí, realmente…»

Roger Koza (director artístico y programador del FICIC), cuenta su camino: «Como sucede con otras cosas a la que he dedicado mi vida, soy autodidacta. Aprendí por mi cuenta, fui hacia al conocimiento de un modo desordenado y busqué las películas que podían forjar mi entendimiento y mi gusto. A medida que avanzaba, a tientas primero y luego con algún sentido de orientación adquirido, fui estudiando y comprendiendo algo más.

Ese modelo de aprendizaje me llevó al cineclublismo. Por más de 15 años, programé, proyecté, presenté, subtitulé películas para el cineclub Con los ojos abiertos. Mi formación proviene de ese ejercicio amateur. En esa práctica, el cine y el conocimiento se revelan unidos y, asimismo, se hace evidente lo que pueden hacer las películas por los espectadores.

Entre mis memorias más preciadas está aquel día en el que todos los niños de La Cumbre, representantes de todas las clases sociales, reían con ‘El circo’ de Chaplin. Yo adopté con toda mi alma la lúcida concepción de Henri Langlois glosada en una fórmula clarividente: el cine es la universidad del pueblo. Así empecé. Mi paso a programar festivales fue azaroso pero dichoso. Empecé en Hamburgo. No pedí ese trabajo, me lo ofrecieron. Luego vino Ficunam, Río Negro Proyecta, FICIC, Doc Buenos Aires y Viennale. Nunca dejé de ser un amateur.

Puedo haberme profesionalizado en lo que refiere a mi comprensión del sistema complejo de festivales y las circunstancias siempre cambiantes de esa ecología viciada de trampas, pero mi trabajo es prácticamente el mismo al que hice como cineclubista.»

María Fernanda Mugica, programadora del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, es además periodista y compara las experiencias: «Escribir y publicar es un poco como tirar una botella al mar, aunque con más puntería, porque los lectores están ahí, pero nunca sabés del todo si les llega lo que querés comunicar y si conseguiste que vayan a ver esa película que recomendaste con fervor. En el festival, el resultado lo tenés en directo. Más aún en uno como el de Mar del Plata, en el que el público está muy comprometido con la programación y te hacen saber lo que les parece, les guste o no.

Ahí está el valor enorme de los festivales: son un motor de difusión del cine y un punto de encuentro para quienes lo aman o, al menos, les intriga. Cuando empecé a trabajar como programadora en el festival de Mar del Plata, mis compañeros con vasta experiencia me dijeron que cuando estuviera ahí presentando una película, vea lo que pasa con el público y el intercambio con los realizadores, todo nuestro trabajo cobraría un sentido mayor. Y, claro, tenían razón.»

Por su parte, Pichu Tomsic (codirectora y programadora del Santiago Del Estero Film Fest) aporta una perspectiva particular: «Somos un lugar en donde no hay escuelas de cine, ni centro de capacitación, por lo que la representación de nuestra cultura en términos audiovisuales no está presente, como sí lo está en las letras, la música o la danza. Mas allá del hecho de producir un festival, nos gusta pensarnos como un ejercicio de ver otras miradas, que por más lejos que estén nos representan, para así podernos despertar un interés genuino en producir una identidad audiovisual local. Todo esto, además, las acompañamos con actividades de formación intensiva.»

Alejandro Tévez (integrante de los equipos de comunicación y de catálogo del Festival de Mar del Plata y de los equipos de web y de catálogo del Festival de la UBA) señala que «los festivales hace años se convirtieron a la fuerza en espacios de resistencia y reflexión dentro de una industria y un mercado voraz. Por eso, creo que allí hay mucho por abordar, explotar y para trabajar con el fin de sostenerlos y hacerlos crecer. Mi trabajo es mínimo dentro de la estructura porque, como dije antes, es un trabajo en equipo con muchísima gente. Nadie termina conociendo a todos los que trabajan en un evento así y es porque un festival abarca mucho más que unas proyecciones en una sala».

¿Cuánto invertís en tiempo y esfuerzo para tu trabajo en un festival?

¿Cuánto cuesta organizar un festival de cine? ¿Qué tan difícil es? María Fernanda Mugica dice que «ver películas todo el día, una tras otra, puede sonar ideal para un cinéfilo, pero no siempre lo es. Cada una merece tu atención y reflexión, hay que pensar no solo en el interés que puedan tener por sí mismas sino, también, en qué sección tendría el mejor lugar y cómo dialoga con el resto de la programación. Pero, de nuevo, cuando estás en el festival, corriendo de sala a sala, compartiendo con quienes hicieron las películas, sus nervios y emociones, moderando una charla con invitados soñados y en la que no cabe una persona más, ya no te acordás del enorme esfuerzo que fue llegar hasta ahí. Lo único que querés es volver a hacerlo el año que viene y tenés mil ideas de cómo todo puede ser aún mejor.»

Tatiana Chávez Deluchi (prensa y coordinación de equipos de voluntarios del Festival de Cine Latinoamericano de La Plata -FESAALP-) cuenta: «Para lo que es prensa y coordinación de equipos de voluntarios, que son las tareas que hice en las últimas ediciones, el pico más alto de trabajo se da en el mes, mes y medio previo al festival y durante el festival mismo, que son 8 días de proyecciones en dos o tres sedes desde las 18 hasta las 24 horas, aproximadamente. Todo depende de cómo venga de trabajo, pero intento estar y participar de todas las instancias que puedo del festival, porque me gusta y me interesa. Es sumarle a la semana una doble jornada de trabajo.»

Ale Tévez nos dice que «los últimos meses antes de un festival es de una vorágine que no le recomiendo a nadie. Mayormente se trabaja desde que te levantás hasta altas horas de la madrugada, porque los tiempos se han acortado y somos pocos haciendo demasiadas tareas. Me he tomado vacaciones de otros trabajos para llegar a tiempo a los deadlines que requiere un evento así. Durante el festival es aún peor, vivís para el evento: conozco gente que, en 10 años de trabajo, jamás fue a ver una película porque no les da el tiempo y el físico. ¿Está mal? Es lo más probable».

Pichu Tomsic detalla que «es un trabajo de todo el año, incluso, mientras sucede una edición ya estamos tomando apuntes o decisiones para el año siguiente. SEFF está compuesto por voluntades, todos los que formamos parte del equipo trabajamos en actividades privadas, desde empleados de comercio, docentes, freelance.

Tenemos también varios voluntarios estudiantes universitarios y de último año del secundario. Todos dedicamos nuestros tiempos de ocio a SEFF, en los últimos 3 meses la prioridad pasa a ser nuestro festival, organizando fines de semanas enteros a preparar cosas, que van desde el armado de la web, las tortas de proyección, a la impresión del merchandising, porque todo lo hacemos nosotros mismos, desde el más mínimo detalle.»

Roger Koza repasa: «Trabajo todo el año y sin límite de tiempo. Veo películas constantemente y al hacerlo estoy considerando lo que veo para todos mis trabajos. Solamente después del 10 diciembre hasta mitad de enero se desacelera esa práctica continua de analizar películas y decidir si se puede o no tener lugar en la línea artística del festival. He aprendido con los años a ser mucho más eficiente con los tiempos de visionado. El tiempo debe ser cuidado. Considero, además, que un buen programador debe ver estrenos para estar al tanto del régimen audiovisual que es el de la audiencia de su festival. También estoy seguro de que nuestro oficio requiere de una férrea relación con el universo de las letras. Programar sin leer es peligroso. La imagen cinematográfica precisa de un cerebro relacionado con la palabra impresa».

Pablo Conde responde que «prácticamente todo el tiempo, diría quien me conoce bien. Cuando trabajás en un festival a lo largo de los años, todo gira alrededor de eso: siempre estás pensando en posibles retrospectivas, en buscar las raíces de tal o cual película llamativa que te cruzaste, en pensar contextos en los que se podría programar, gente a la que le podría gustar, gente a la que no. Interconexiones con otros títulos, relaciones indirectas, lo que sea. Hay algo interno que te obliga a estar en ese modo todo el tiempo. Sin dudas, es un problema de cableado personal. Aunque claramente no se vive como un problema, sino todo lo contrario.

La mecánica en un festival anual se repite de forma férrea: a medida que se acercan las fechas apenas queda espacio para alimentarse, dormir y todos esos detalles triviales. Todo es urgencia, nunca parece que se va a llegar con millones de tareas pendientes, pero usualmente sí. Y ahí llega el festival en sí, en el que lo último que uno quiere es alimentarse y dormir: es el mejor momento del año, sin lugar a duda. El bajón del final -una sensación gemela a la del fin de un rodaje- dará pie a los meses de hibernación necesarios, para retomar el ímpetu de a poco y dejar la vida en ello. Sí, todo muy psiquiátrico.»

Cómo es la retribución de tu trabajo en festivales

Roger Koza fue el que mejor pudo expresar el sentido de esta pregunta: «No puedo vivir de mis trabajos en festivales. Son complementarios a todos los trabajos que realizo (¡16!). Yo vivo de mis seminarios, mis publicaciones, mis conferencias y mis trabajos en festivales. Lo último precisa de una aclaración. Si tuviera que vivir de los festivales que realizo en Argentina, me alcanzaría para un mes y medio de gastos totales en cada caso. ¿Qué pasa entonces con mis trabajos con festivales foráneos? Al no ser ciudadano europeo, soy un freelance sin derechos. Gano por año menos de lo que gana cualquier colega a lo largo en dos meses de trabajo. Lo que obtengo en el exterior trato de ahorrarlo, porque intento que complemente mi futura y magra jubilación de monotributista. Yo vivo de lo que trabajo. Dicho esto, soy un privilegiado: trabajo en lo que amo, vivo con muchísimo esfuerzo gracias a mi quehacer, puedo ayudar a mi hija con sus estudios y he conocido el mundo gracias a mi trabajo en festivales».

Tatiana Chávez Deluchi cuenta que «está bueno aclararlo porque es violento el nivel de desinformación que circula. Esa idea del horror que se viene sedimentando de que la cultura que importa es la que rinde económicamente y que el resto es pérdida y déficit.

La realidad es que ni yo ni el equipo del FESAALP obtiene una retribución económica por la realización del Festival de Cine. El festival ha podido existir gracias a las políticas culturales de un Estado que veía en la producción cinematográfica un lugar de identidad, de ampliación de miradas, de construcción de nuevos sentidos colectivos. Todo lo que está sucediendo ahora, el vaciamiento del INCAA, el cierre del Cine Gaumont y de la plataforma de CINEAR Play, sumado por supuesto al cierre de la agencia Télam, es distópico. Eso sí, es evidente que se les reconoce un gran valor y gran poder a esos lugares, como espacios de construcción y formación de sentido crítico, si no, no se preocuparían por cerrarlos.»

Ale Tévez dice que «si uno ve la retribución económica lo pensaría dos veces, pero trabajar en un festival va más allá de eso. Nadie se va a hacer millonario trabajando en un festival de cine y todos los compañeros que tuve en este tiempo han (y hemos) tenido paralelamente dos o tres trabajos más, con lo que todo eso conlleva».

Rolando Gallego (jefe de Prensa y Comunicación del DocBuenosAires y FICIC) dice que «en uno de los casos el esfuerzo es retribuido de una manera muy generosa y en el otro es algo simbólico que tal vez no llega a recuperar inversión», pero aclara que «independientemente de esto, mi pasión y esfuerzo está siempre por encima de cualquier objetivo económico ulterior».

Javier Luzi, programador del Festival Internacional de Cine del Fin del Mundo y Festival Internacional de Cine entre Glaciares, sostiene que «nuestros festivales (que este año van por su tercera y cuarta edición, respectivamente), no generan aún dinero para cobrar/pagar por el trabajo desarrollado. Con la Directora nos pagamos nuestros pasajes y a veces alguno del equipo. Más gastos de viáticos, a veces comida. Nuestra idea es que pronto sí se genere el dinero suficiente para abonar por la labor que realizan a cada integrante del equipo (reducido pero generoso y consustanciado con el proyecto que por el momento también trabaja voluntariamente)».

«No sabría decirte porque jamás vimos un peso», manifiesta Pichu Tomsic, «sí te puedo decir cuánta plata pongo yo y cada uno de mis compañeros, porque todavía sigo pagando cuotas de la tarjeta de un pasaje aéreo de la edición pasada». Carla Briasco (productora general del FICIC), por su parte, agrega que «nosotros invertimos, trabamos en otras áreas como publicidad, por ejemplo, son los que nos dan un poco de estructura económica para solventar los gastos del festival. El equipo trabaja de manera colaborativa.

Lo que nos motoriza no es el dinero, nos motoriza el cine, hacer lo que nos gusta y disfrutar haciéndolo. Todo se motoriza con mucha pasión y ganas con el interés por trascender cuestiones que no siempre están ligadas a lo económico, sino que están ligadas a los desafíos personales e intereses de vocación y pasión».

Pablo Conde, en su desarrollo, confirma en gran parte el conjunto de las miradas: «Mi caso personal es poco trascendente, por distinto. Pero quienes viven trabajando en festivales no la tienen fácil: es un universo en el que las pagas no suelen ser realmente buenas, las condiciones de trabajo son siempre inferiores en relación a lo que solían ser (recursos reales, tiempos, volumen de tareas, cantidad de personas compartiéndolas) y, como sucede en muchos de los rubros de los hoy llamados freelancers, la estabilidad es endeble. Hoy por hoy, cruel».

Y cierra de la siguiente manera: «Todos los signos apuntan a un ‘huye por tu vida’. Pero la altísima tasa de reincidencia del grueso de las y los trabajadores de festivales señala que hay algo más que la retribución económica en la columna de los pros, y yo creo que es la pasión inherente a la tarea. No hay nada que supere la experiencia festivalera para quienes nos gusta el cine, por lo que la mala paga no suele representar un obstáculo. Hasta que aparezca el hartazgo, claro. Pero suele tardar en llegar, si es que lo hace».