El vuelo del dictador

Pablo Larraín vuelve a su pueblo para regresar a la producción chilena de sus películas y lo hace con un híbrido no solo genérico sino, también, temático. “El Conde” es una comedia de terror planteada desde la satírica idea de un Augusto Pinochet (Jaime Vadell) quien, no solo está vivo sino que, además, es un vampiro ancestral. Su poder está debilitado por no consumir sangre y su deseo más ferviente es poder morir. Tal intención reactiva la presencia de sus hijos, unos personajes igual de nefastos, solo interesados por la herencia.

Mientras Pinochet recorre los cielos nocturnos de Santiago en búsqueda de corazones para licuar -literalmente-, sus herederos son convocados a una especie de auditoría a cargo de Carmen (Paula Luchsinger), una monja enviada especialmente por la Iglesia para hacerse de activos no declarados, con el fin de mantener en pie la institución a la que, por supuesto, poco le importa el daño causado por Pinochet durante su gobierno dictatorial. Los vuelos del protagonista son lo mejor de la película, presentados con efectos visuales complementados en armonía con la fotografía del experimentadísimo Edward Lachman, el mismo de la obra maestra “Vengar la sangre” dirigida por Steven Soderbergh.

Tras esa cáscara brillante que es la fotografía en blanco y negro, la película resulta ser un revuelto gramajo de temas y subtemas vinculados al pinochetismo en la salsa de una comedia de terror, donde el primer género funciona casi a modo de una canilla que pierde y lo segundo está representado en un gore tímido.

Lo más sorprendente es cómo el guion se plantea con un comienzo desde la Francia napoleónica hasta la Gran Bretaña de Margaret Thatcher, personaje que aparece en off (al menos) como voz narradora. En ese pastiche interviene una subtrama a lo “Succession” (la “única” serie, al parecer, de 2023), porque cada hijo e hija de Pinochet ofrece una miseria distinta, además de una ambición descocada para hacerse de la fortuna. También Carmen, como representante de la Iglesia, desliza algunas actitudes moralmente cuestionables ocupando el lugar de Jonathan Harker, si se mide la estructura narrativa pensando en “Drácula”. Quien haya visto “El club” -probablemente lo mejor de Larraín- sabrá que la Iglesia no está en la lista de instituciones respetables para el director.

El auge del cine chileno, tras la dictadura, fue a principios de la década de 2000, con el propio Larraín a la cabeza junto a Andrés Wood y Sebastián Lelio entre los más “internacionales”, pero también de la mano de Dominga Sotomayor, Marcel Said y Alberto Fuguet (y otros más) con quienes las películas del país vecino empezaron a exponer otras temáticas en el orden del día, dentro del interés ficcional y documental.

Lo que sucede es que Chile parece haberse salteado una etapa, porque no tuvo un “destape”, como sí lo tuvieron algunos países de la región tras un período de censura, los casos de Argentina y Brasil (en menor medida). En ese blanco, Chile no hizo catarsis de su oscurantismo a través de las películas, por supuesto las particularidades del gobierno de Pinochet contribuyeron a una valorización de su gestión (antidemocrática, claro) por dejar un país en un estado económico de bienestar para una mayoría. Desde esa mirada algo polémica es que Chile nunca hizo ebullición y, con “El Conde”, directamente pasa a reírse de un periodo del cual todavía hay muchas puertas bajo llave, y sangre que sale por debajo. Las obras disruptivas siempre son bienvenidas, y más en este momento de conservadurismo creativo, pero también lo importante es poder deshojar para seguir manteniendo viva la historia.

“El conde” está dirigida por Pablo Larraín y cuenta con las actuaciones de Jaime Vadell, Alfredo Castro, Gloria Munchmeyer y Paula Luchsinger, y puede verse en Netflix.