El clima está cambiando y, con él, nuestra percepción. Es un hecho. Pero algo más profundo se mueve dentro de nosotros. A menudo, las conversaciones sobre el futuro del planeta nos dejan una sensación inconfundible de ansiedad y desesperanza. Aquí reside la tensión: la urgencia de la crisis climática frente a la parálisis.
La sombra de la ecoansiedad
Es un hecho que la información ambiental puede ser abrumadora. El aumento de temperaturas, la pérdida de especies, la contaminación generalizada: estos son los titulares que nos persiguen.
La avalancha de datos, lejos de movilizarnos, nos sume en lo que la Asociación Americana de Psicología denomina ecoansiedad. Más que una patología, es una respuesta natural y válida al cambio climático y a las crisis ambientales. Se manifiesta como preocupación crónica, miedo, impotencia, incluso culpa. Vemos a jóvenes y niños, viviendo con pensamientos catastróficos, enfrentando una realidad que los desborda. Sentimos con ellos ese peso, esa incertidumbre sobre el futuro. Esta es la crisis silenciosa que acompaña a la climática, un desafío para nuestra salud mental global.
Del pesar a la acción: el camino hacia la resiliencia
Pero la historia avanza. La ecoansiedad, si bien puede generar parálisis, podría ser también un motor, ya que es una señal de que nos importa. Comprender que estamos acompañados en esta experiencia es el primer paso. El camino implica transformar esa angustia en una fuerza constructiva. Reconocer nuestras emociones, validarlas, y luego canalizarlas hacia la acción ambiental. Se trata de aprender a gestionar la preocupación, a convertirla en resiliencia.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) lo advierte: la salud mental debe ser una prioridad en la acción contra el cambio climático. Esto significa crear espacios donde la preocupación se convierta en participación, donde la angustia se transforme en iniciativas.