Por qué nos da miedo amar

Generalmente desconocida, la filofobia es un trastorno de ansiedad caracterizada por una fuerte sensación de miedo a enamorarse o vincularse emocionalmente con otra persona. Esto provoca el aislamiento de quien lo sufre y tiene en común muchos de los signos de otras fobias específicas, especialmente las de origen social.

La etimología de la palabra deriva del griego phillia, que suele traducirse como amor fraternal, aunque también significa afecto o amistad, y de fobos, que es temor o miedo.

Síntomas

Pueden ser diferentes en cada sujeto e incluyen ataques de pánico, estrés y ansiedad, evitación, transpiración, taquicardia, respiración dificultosa, confusión mental, náuseas, mareos, inquietud y hasta desórdenes gastrointestinales.

Como en toda fobia, aún siendo consciente de la irracionalidad del miedo, este desborda y no puede controlarse. Es significativamente invalidante y no solo abarcar posibles romances sino toda vinculación que en general incluya una profundización afectiva, desde compañeros de trabajo, vecinos, amigos y familiares.

Causas de la filofobia

Si bien algunos especialistas determinan su causa en una problemática derivada de la ansiedad social y justifican esta teoría en las similitudes con el trastorno de relación social desinhibida, que tiene lugar en menores con dificultades para entablar vínculos profundos a partir de haber sufrido traumas, abandono, negligencia o haber sido testigos de violencia en sus hogares, se realizaron estudios que determinan un mayor índice de filofobia en estos casos, así como en aquellos que padecieron desengaños amorosos.

Estos últimos encuentran huellas de un divorcio o un proceso de desamor doloroso que hace que el filofóbico evite a cualquier precio toda situación potencial de ser lastimado de nuevo por un posible enamorado, a costa incluso de engañarse a sí mismo como que se las vale perfectamente mejor por su cuenta y que no necesita a nadie. Otros especialistas atribuyen el origen del trastorno a un miedo intenso a ser rechazados, con o sin antecedentes.

Ninguna de estas versiones pudo ser debidamente verificada, por lo que no contamos con evidencia concreta para conocer el motivo real que justifique aferrarse al temor y no afrontarlo. Y estos mismos estudios marcan también una mayor prevalencia en mujeres, sin que tampoco sepamos por qué. En líneas generales, defendiendo el primer argumento, podríamos sostener que lo que desencadena la filofobia es un sentimiento intenso de un fracaso en una relación pasada que no se superó. Y esto tendría mucho sentido, de no ser porque el componente muchas veces de las fobias o el miedo es justamente su irracionalidad, por ello encontramos personas con temor a volar que nunca volaron y no porque hayan pasado por un evento traumático en un vuelo anterior, por ejemplo.

¿Cómo se trata la filofobia?

Como no está reconocida en el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, no se cuenta con un diagnóstico oficial y, por ende, tampoco de un tratamiento oficial. Pero si este temor resulta incapacitante, se hace más que evidente la necesidad del pedido de ayuda a un profesional.

¿Cómo superarla?

Como todo miedo, la única manera de superarlo es afrontándolo. Pero, para ello, veamos antes qué es el miedo y para qué sirve.

El miedo es una de las emociones básicas y también considerada una emoción primaria y universal. Nace en nuestro cerebro, que origina la reacción de alarma del organismo. La principal estructura cerebral encargada de la respuesta de miedo es la amígdala. Como sentir miedo resulta desagradable, se lo etiquetó como una emoción negativa. Nada más lejos de la realidad, pues sentir las emociones siempre es positivo, sea cual sea. Todas las emociones, bien reguladas y gestionadas son buenas para nosotros. Todas las emociones tienen su porqué y ejercen su función.

¿Para qué sirve el miedo?

El miedo es un mecanismo para adaptarnos al entorno y a sus peligros. Su función es la de protegernos ante situaciones de riesgo. El miedo se activa cuando detecta una amenaza, haciendo que nos retiremos de esta situación.

El ser humano conserva dos reacciones fisiológicas desde su naturaleza animal, que son primarias: lucha o huida. Esto desde la supervivencia física, pero también el miedo puede actuar sobre nuestra reputación, autoestima o autoconcepto, en función de la idea y las creencias que tengamos al respecto. Así que el miedo es una emoción que reacciona dependiendo de nuestros filtros mentales. En definitiva, el miedo nos ayuda a alejarnos de un suceso que no estamos preparados para afrontar.

¿Qué pasaría si no existiera el miedo?

Si no tuviéramos miedo moriríamos. Sin miedo, actuaríamos de forma temeraria y pondríamos en peligro nuestra vida, así que probablemente perderíamos la via. Por todo ello, el miedo tiene una gran importancia. Actúa como regulador de nuestra conducta, avisándonos de los peligros. Como haría una madre prudente: el miedo nos cuida.

Hay tres grandes miedos principales: la pareja, la felicidad (aunque parezca mentira) y la muerte, el más grande y universal de todos. Respecto al de ser feliz, si lo pensamos un poco: ¿cuántos de nosotros si ahora mismo lograra como por arte de magia todo lo que desea no tendría miedo de perderlo? ¿O de poder sostenerlo? ¿O de arruinarlo? Justamente, esta es la otra arista del asunto, y que surgió en una charla de las que ofrecemos. Tenemos miedo a la pareja, pero si un hada mágica nos propiciara la pareja de nuestros sueños… ¿seríamos capaces de sostenerla, de cuidarla, de respetarla, de valorarla, de merecerla? Todos acordaron que no… entonces, ¿somos inherentemente masoquistas? ¿Histéricos? Necesitamos detenernos un momento en esta vorágine castradora de sentido y ponernos a reflexionar: ¿desde qué lugar busco una pareja? ¿Para qué la quiero? Porque si partimos desde un lugar mercantilista, de utilitarismo, de “contrato”, hemos puesto en el amor un valor transaccional, donde generalmente buscamos hacer nuestro negocio y ni siquiera un reparto equitativo. Aunque busquemos términos justos, siempre vamos a estar velando por nuestros propios intereses, donde si el otro pierde, mejor, porque hicimos un “gran negocio”.

Esto viene de la mano con el consumismo exacerbado que vivimos, de la mano del egoísmo y los vínculos líquidos, de una noche, del sujeto devenido objeto, de la satisfacción inmediata, la no aceptación de la falta ni la frustración. Es el discurso de lo puedo todo si lo quiero, y ya. Si para eso debo avasallar al otro, lo hago sin miramientos porque primero estoy yo, segundo yo y tercero yo.

Por eso el amor podemos separarlo en el ser y el tener. Y la gran mayoría piensa en el tener. Desde esa falta primordial, desde ese vacío de sentido y angustia existencial que tengo, necesito quien me lo llene, quien me lo de, porque no soy capaz de dármelo yo mismo. Esto tiene su anclaje en la falta original, a partir de la cual se origina el deseo y la introducción del lenguaje simbólico y la formación del aparato psíquico. A partir de la fusión con la madre y atribuyendo a la asociación teta=amor=comida la primera representación amorosa, será en el devenir de esta separación y tolerancia a la pérdida de este objeto de amor habiendo pasado el Edipo y la castración como lidiaremos luego con el deseo.

En efecto, desde la castración partimos de la base de la premisa del falo, que no es el pene sino la creencia universal de que todos lo tienen, y esto es igual para niños y niñas. El varón supone que de concretar el deseo edípico (acostarse con su madre o padre y matar al contrario) será castigado y se lo cortarán, y la niña que ya lo perdió, o sea es castrada desde el mismo origen, por ser culpable y haber sido castigada.

Si resolvemos esta etapa efectivamente bajo cualquiera de sus resoluciones, habremos atravesado la castración, que no será ni más ni menos que la aceptación de que somos sujetos castrados, que es lo mismo que decir sujetos en falta. Siempre habrá un remanente de ese deseo fundante por la teta materna de repetir esa primera experiencia de satisfacción, que como jamás podrá realizarse (nunca la segunda y sucesivas veces serán como la primera) nunca será alcanzado, como una zanahoria que se va corriendo mientras se la va alcanzando. Y, por otro lado, estará la búsqueda de ese falo que el niño siempre temerá perder, que buscará en la mujer y que la niña quiere recuperar (a veces en la necesidad desesperada de un hijo, por ejemplo, para sustituir el falo que no pudo darle el padre). Quien no haya logrado tramitar esto puede oscilar entre la ilusión de omnipotencia (lo puedo todo, muy común estos días de si querés, podés) o la necesidad y dependencia de ese otro que me supla, que me brinde el falo que no poseo.

¿Por qué surge el miedo? Por esta innegable sensación de falta, de angustia existencial, de vacío. Desde la filosofía, el miedo responde a la falta de Ser, de sentido, de propósito de existencia, de voluntad de poder en términos de Nietzsche o de finalismo en términos de Adler. Por ende, si no logro llenarme de este sentido (de aquí deriva sentir), de propósito, de em-poder-amiento (asumir el propio poder, la autorrealización de Maslow o erigirse en la máxima autoridad de uno mismo en términos rogerianos), inevitablemente seré víctima del miedo, pues el miedo es lo contrario a la voluntad de poder, a la autoafirmación de la voluntad de sentido. Donde no hay finalidad, hay vacío. Donde no sé quién soy y para qué estoy, hay angustia. Y el miedo es el principal motor de dos grandes males de época: depresión y ansiedad. La depresión encierra la melancolía de lo perdido, y la ansiedad la amenaza por lo incierto. Una, como vemos, nos ancla al pasado. La otra, al futuro. Ninguna nos permite estar presentes en el aquí y ahora, que es lo que verdaderamente importa, ya que lo pasado no podemos cambiarlo, y lo futuro depende de este preciso instante.

¿Cuándo es el miedo un problema?

Cuando el miedo que sentimos es disfuncional, es decir, cuando la situación que nos genera miedo no es un peligro real, cuando la consecuencia de sentir ese miedo es aún peor para nosotros que lo que ocurriría si no sintiéramos miedo. Por ello, podemos diferenciar dos tipos de miedo.

El miedo funcional, que se activa ante un peligro real y nos ayuda a sobrevivir. El miedo funcional es adaptativo porque permite adaptar nuestra conducta a las situaciones, en nuestro beneficio. Este miedo es útil porque hace que estemos alerta ante una situación que conlleva algún riesgo y actuar en nuestro beneficio en circunstancias peligrosas. Por ejemplo, el que nos hace no caminar por en medio de la autopista o por el borde de un abismo, o el que nos hace ir al médico.

El miedo disfuncional es aquel que entorpece nuestra vida y nuestro desempeño normal. No es adaptativo ni útil para nosotros. Por ejemplo, cuando existe un fuerte miedo a los aviones y no se utiliza ese transporte, con la consecuencia de duplicar el tiempo del desplazamiento, además de disminuir la comodidad. Ese miedo no se debe únicamente a un peligro real sino al conjunto de experiencias y creencias que forman el filtro cognitivo de una persona, a través del cual se observa y se interpreta la realidad.

La filofobia como un miedo abstracto

Nuestros miedos más irracionales no tienen por qué estar vinculados a animales, objetos o entornos concretos sino que pueden despertar a partir de la posibilidad de sentir ciertas emociones. ¿Y cuántas emociones existen que sean más intensas que el amor? Algo que hace de la filofobia algo muy problemático es la imposibilidad de «aislar» la fuente del miedo, tal y como se podría hacer por ejemplo en el caso de la fobia a las arañas. En la filofobia cualquier situación que se presienta que puede desencadenar en la consolidación de unos lazos afectivos propios del enamoramiento es rechazada totalmente de forma anticipada. Esto último es perjudicial en dos sentidos.

Por un lado, imposibilita el enamoramiento, un estado de activación emocional que tiene momentos asociados a una felicidad muy intensa. Las personas con filofobia pueden sentir que rechazan el enamoramiento y, a su vez, desear que pudieran experimentarlo sin miedos para poder disfrutar sus cosas buenas. Por el otro, este miedo predispone a las personas a aislarse socialmente, algo que puede conducir a la aparición de un sentimiento de soledad y tristeza y que, además, está correlacionado con la adopción de hábitos de vida poco saludables y una menor esperanza de vida. Así pues, la filofobia puede llegar a convertirse en un problema incapacitante para la persona que lo sufre, siempre que su intensidad sea muy elevada. Saber detectar este problema y decidirse por abordarlo a través de la psicoterapia es el primer paso para mitigar sus síntomas y volver a abrazar una forma de vida capaz de generar felicidad.

Medicación

En algunos casos, pueden ser útiles los antidepresivos o los ansiolíticos, en particular si hay otros problemas de salud mental diagnosticados junto con la filofobia. En cualquier caso, siempre debe utilizarse la medicación en combinación con la psicoterapia.

Cambios en el estilo de vida

Algunos cambios en el estilo de vida pueden ayudar a combatir la filofobia de manera notoria. Pueden ser recomendables: ejercicio físico, técnicas de relajación, estrategias de atención plena o mindfulness, entrenamiento en habilidades sociales y una adecuada combinación de terapia cognitiva conductual, medicación, solo cuando sea estrictamente necesaria, y algunos cambios en el estilo de vida serían a priori la opción más completa y mejor para solventar la filofobia.

La filofobia de la reina Isabel I

Uno de los más famosos casos históricos fue el de la reina Isabel I de Inglaterra. Tuvo tan solo dos relaciones muy cercanas al compromiso real del matrimonio, pero no dejó que nadie llegara a ese punto. Era una mujer fuerte en muchos sentidos, pero parece que el amor y el matrimonio eran algo que a lo que tenía un miedo atroz.

Los historiadores creen que su filofobia podría haber surgido debido a una situación traumática de su infancia, ya que había visto a su madre Ana Bolena ejecutada por haberse enamorado de su primo.

Artículo elaborado especialmente para puntocero por Alejandro Di Vagno.